Ciencia ficción y temáticas gay siempre han existido. Juntas también. No son abundantes pero si representativas y, como toda buena ciencia ficción, nos mueven a la reflexión.
Aviso, esta reseña contiene spoilers.
La serie de Black Mirror se ha caracterizado por entregar historias maduras, inquietantes y memorables. Este capítulo en especial, San Junípero, podría ser considerado entre los mejores de las serie. No por su temática lésbica, o tal vez no sólo por eso, sino por la complejidad de temas que aborda esta pequeña obra de sesenta y un minutos.
La historia es enigmática en su desarrollo como la mayoría de los episodios. Lentamente nos vamos adentrando en ese mundo y con parsimonia vamos recogiendo las piezas del rompecabezas hasta ubicarnos en su realidad.
La anécdota es simple: un mundo virtual al que accede quién así lo desea, de modo intermitente si estás a prueba; o de manera permanente una vez que pasas a «mejor vida», también si así lo deseas. Todo ello, claro, gracias a la tecnología que la humanidad ha desarrollado en ese mundo.
Desde aquí los aspectos filosóficos de la propuesta nos empiezan a sembrar cuestionamientos: ¿vale la pena la inmortalidad? Si te llevas a esa vida tus recuerdos y sufrimientos ¿será cómodo permanecer ahí? ¿Involucramos el egoísmo en una decisión de esa envergadura?
El diseño de personajes también es fantástico. Dos personas con pasados muy distintos, con presentes muy distintos y con deseos muy distintos se encuentran de manera fortuita en ese mundo virtual. Poco a poco vamos viendo crecer a los personajes con sus contradicciones, miedos, pero sobre todo, historias.
El concepto de «poder viajar en el tiempo», claro que de manera virtual, ubicando a los personajes en la época que ellos decidan es un extra para esas «vidas». Sería genial regresar a las más despreocupadas épocas de tu vida y escuchar a Madona, jugar en una maquinita al Pacman, o bien tal vez prefieras caminar como egipcio o ubicarte en los noventas o en los dosmiles. La idea es ser feliz… en la «otra vida».
Aunque inequívocamente nos va a recordar a Matrix, los saltos entre la realidad virtual y la vida real son estremecedores. La virtualidad es felicidad porque así la diseñamos, porque así la preferimos. La vida real, como suele suceder, puede ser un infierno. Y para ambas protagonistas de hecho lo es. Y lo fue.
Pero todo esto sería una obra normal de ciencia ficción. Lo peculiar es la sexualidad de los personajes. Esto le da una densidad mayor a toda la historia. A través de su pasado vemos la discriminación a las sexualidades alternativas, la vida en el closet, el sacrificio por las decisiones tomadas. Es una ternura ver a uno de los personajes dar sus primeros pasos al descubrimiento de su, hasta entonces, inexistente sexualidad.
Todo ello reviste el capítulo de lo que realmente es: una historia de amor. Y tiene tantos niveles de lectura que me parece una obra espléndida en su construcción. El amor que se da entre dos personas que quieren, en ese momento, cosas distintas. Una amar y ser amada. Y la otra no amar, sólo divertirse ya que la vida es finita. Incluso la virtual.
Al concretarse aunque sea esporádicamente ese amor, y dar el salto a la realidad, entendemos que el AMOR trasciende cuerpos, tiempos, genitales, universos, críticas, realidades, sexos, sociedades. E incluso, el tiempo. Eso es el amor en ese universo. Y en el nuestro. O por lo menos debería ser.
Uno de los personajes pegunta «¿Quién no querría quedarse en San Junípero?» Piénsalo bien, es la eterna juventud en una vida eterna. No hay dolor, no hay muerte. Viajas a tu época favorita y serás inmortal. Tal vez el amor y tu persona amada, independientemente de su sexo, también lo sean. ¿Acaso tú no querrías eso?
Otra vez: piénsalo bien.
Elvira Méndez