Catarina estaba perdida, vagaba, daba tumbos y levantaba una polvareda en el otro plano de la existencia en el que no había ni sombra ni luz, distancias, gravedad ni sueños.
Los sonidos se le acercaban como nubes, como ecos lejanos, risas, gritos, y el aire estaba enrarecido, era áspero al tacto y hacía palpitar esa línea nueva en su cráneo. Pude ver cuando la Muerte se acercó a su cuerpo y puso una mano sobre su rostro. El destino de su padre ya estaba escrito desde tiempos inmemoriales y el de Catalina también, sólo que era otro, uno que continuaba… conjuré el nombre secreto, el nombre que sirve para dominar a la Muerte, quien se acercó a mí para llevarme hacia el cadáver. Le dio un beso en los delgados labios negros. Catarina abrió los ojos. La oscuridad se replegó hacia su boca, la tragó de un sorbo, aquella oscuridad que parecía eterna en la que se repetía un mismo instante una y otra y otra vez: la de la bala atravesando su cráneo. Se puso de pie, ante la sorpresa de los demás, se tocó la herida en el rostro y luego en la nuca, se acercó a la pira donde tenían preparado a su padre para ser cremado.
Se le quedó viendo un rato, la gente la veía sin saber qué decir. Ella gritó y golpeó su pecho con los puños cerrados.
—¿Por qué estoy viva? —dijo, y volteó a verme—. ¿Por qué estoy viva y él está muerto?
—Estás viva por una razón, sin embargo la razón yo no la conozco, yo sólo soy la partera de lo que ahora ha nacido, de lo que ahora tú eres.
—¿Por qué cuando era niña y mi padre me llevaba a verte nunca quisiste? No me recibías, ni querías ver mis males ni predecir mi futuro. ¿Es porque tú ya lo sabías?
Asentí. Ella tomó una antorcha de las que había en cada esquina y encendió la pira. Se puso a mi lado y vimos al fuego arder.
—Tu destino comienza ahora y ahora sí te lo puedo decir.
—Ya lo conozco. Estoy viendo varias cosas. Escenas de la ciudad, la que está allá arriba. Los wallmericans me tienen atrapada, es una celda muy angosta,
—¿Cómo te descubrieron?
—Las cicatrices. De cualquier modo era inevitable, sucedería tarde o temprano y de otro modo podría haberme perdido a la multitud que vitoreaba. Todos de piel blanca, aunque no tan blanca como la mía. Gritaban, levantaban las armas ante una estatua. La develaron. El gobernador o alguien.
—Un pendejo de esos. Yo no alcancé a ver tanto.
—Sí… con fanfarrias, aplausos y disparos al aire. Me agarraron entre todos, me tocaron con sus manos grasientas, me invadieron, luego veo sombras. Verifican mis genes y soy más blanca que ellos y hablo bien su idioma. Les hablé en español y por eso me llevaron a una celda. La prisión que tienen allá arriba es sólo para hombres. En la mañana logré escapar gracias a mis puños. Tipos muy rudos, no tenía mi guadaña a la mano.
—El dolor. Ahora que has vuelto tu dolor será eterno. Cada golpe que te den se quedará impregnado en tu piel, en tu carne y huesos y jamás se irá.
—Destruiré la estatua del héroe. Eso detendrá una invasión futura, otra más, en otra generación. Ellos despedazarán mi cuerpo inmortal, lo llenarán de agujeros, se desprenderá mi carne y de fragmentarán mis huesos… partes de mí regadas por todas partes, me amarrarán al tren. Y yo seguiré sintiendo todo hasta el final de los tiempos. Cada fragmento de mí.
—Y sentirás que nada de esto valió la pena.
—Así es. Pero las imágenes de la invasión, el caos, los gritos, la sangre que salpica pisoteada, los himnos… todo eso se desvanece.
—Ten, esta es tu guadaña. Vete ahora, que el fuego amaina.
—Es apenas el primer chispazo.
Jorge Chípuli