“Gagarin voló al espacio pero no vio a ningún Dios allí arriba.”
NIKITA JRUCHOV
El círculo de luz persigue a una rubia que, con un escotado vestido de seda negra, se contonea sobre el escenario al ritmo de una vieja canción de jazz. Se está quitando, de forma muy sensual, un guante que le cubre el brazo hasta un poco más arriba del codo, cuando alguien grita desde el público «Sí, echémosle la culpa a Mame».
Al oír el grito los músicos dejan de tocar y la bailarina se detiene en mitad del escenario con los brazos en jarra. Poco después se enciende la luz del local. La mayoría del público se ha puesto en pie para protestar e increpar al causante de los gritos, un tipo enjuto, descamisado y con el pelo canoso que, subido a una silla, sostiene en la mano un vaso con lo que parece un licor amarillento.
—Sí, la jodida Mame tiene la culpa de todo —grita de nuevo el tipo.
—Por Dios. Todos los días igual —se queja uno de los saxofonistas—. Así no se puede trabajar. Que alguien eche a este borracho de aquí de una puta vez.
El tipo de la silla apura la bebida y lanza el vaso al saxofonista que, por suerte, tiene tiempo de agacharse y esquivarlo, aunque no puede evitar que le impacten en su espalda una estela de perseidas de cristal.
—Kovac, por favor. Deja de hacer el imbécil y baja de la silla —dice la bailarina.
—¿Por qué me tengo que bajar?
—Te puedes caer.
—He subido mucho más arriba que a una silla —dice apuntando con un dedo hacia el cielo—. No tienes ni idea de hasta dónde soy capaz de subir.
Ayudándose de la mesa Kovac se sube al respaldo de la silla, extiende los brazos como si estuviera planeando y con los ojos cerrados intenta mantenerse a la pata coja. La sonrisa se le borra cuando siente que pierde el equilibrio y cae, arrastrando consigo la mesa y la silla. En la caída su cabeza se golpea como un meteorito contra el suelo y pierde el conocimiento.
Un haz de luz. Tembloroso. Dubitativo. El sonido de una respiración. Nerviosa. Acelerada. Profunda. En la pantalla del puente de la Némesis Uno, al lado del primer haz de luz, muy pronto, aparecen otros haces. Son las linternas de los cascos y de los fusiles que, como luciérnagas furiosas se entrecruzan y van iluminando, poco a poco, el interior del túnel. Por el altavoz, también comienzan a escucharse más respiraciones, tan parecidas a la primera, que bien podrían ser su eco.
—Equipo Delta, continúe avanzando —ordena el Comandante.
“No te jode”, está a punto de decir el jefe del equipo, “que bien se dirige la operación desde el puente de la nave”. Sin embargo, conoce el carácter irascible del comandante Kovac y, al final, prefiere decir: Señor, ¿no deberíamos primero asegurar el perímetro? Como profundicemos más en el túnel sin asegurarnos de que los dantonianos se han marchado, corremos el riesgo de que luego no podamos salir.
—Negativo, equipo delta. Obedezcan órdenes.
A Kovac siempre le ha gustado confiar en su instinto. Está convencido de que ya no hay peligro. Sin duda, los dantonianos se han largado de la explotación minera. Seguro que en cuanto vieron llegar a la nave de la Corporación, huyeron a esconderse en su reserva. Son unos cobardes. Nunca han plantado cara a los soldados de la Corporación. Son incapaces de ir más allá de una pequeña escaramuza con los guardias de seguridad de las minas. Las imágenes que se reciben desde la cámara que lleva en el pecho el jefe del equipo delta parecen confirmar la opinión del comandante. No. Allí ya no queda nadie. Pero aun así su trabajo es comprobarlo para que puedan regresar con tranquilidad los mineros.
Los miembros del equipo delta se abren paso en el túnel con lentitud, como si la oscuridad, apenas violentada por los focos de las linternas de los fusiles y los cascos, fuera, más que espesa, viscosa y les agarrara para no permitirles avanzar con normalidad. Bajo tierra los equipos de localización de la Némesis Uno no sirven para nada y es harto complicado determinar con exactitud en qué parte del túnel se encuentran. Lo único que les llega a la nave, aunque con continuas interferencias, es la señal de la cámara que lleva en el pecho el jefe del equipo.
Se detienen en un ensanche del túnel, algo que bien podría ser un nudo de vías o un área de descanso de los mineros, donde encuentran una vieja y oxidada carretilla, idéntica a cualquiera otra de las que se usan para transportar mineral. El jefe del equipo se agacha y ordena a todos sus hombres que hagan lo mismo. Mediante gestos indica a uno de los soldados que avance. No le produce buenas vibraciones el aspecto de aquella carretilla. No está sobre los rieles. Los dantonianos nunca dejan nada al azar. Podría tratarse de una trampa. Podría, incluso, ocultar una bomba. Aunque a los dantonianos detesten la tecnología (sienten verdadero desprecio por quién utiliza armas de fuego), todavía les gustan menos los soldados de la Corporación. El soldado se acerca a la carretilla y, sin dejar de temblar, introduce la mano en su interior. En seguida comprueba que no tiene más carga que mineral. Agarra un poco con la mano y lo muestra al resto del Equipo. Sí, parece corbán, el mineral empleado para la construcción de nuevos portales interestelares.
El jefe del equipo delta se levanta y el resto del grupo, aliviado, lo imita. Al suspiro general le sigue un fuerte golpe que parece nacer detrás de ellos. Al darse la vuelta comprueban que uno de los soldados ha caído al suelo. A su lado comienza a manar sangre a borbotones del cuello de otro de los soldados. Los cuchillos de pronto parecen flotar en el aire, como si nadie los sujetara. Suponen que son los dantonianos pero en la oscuridad del túnel apenas consiguen reconocerlos. Seguramente van desnudos y con el cuerpo pintado en su totalidad de negro para poder mimetizarse con la oscuridad. Gracias a la cámara del Jefe del Equipo, desde el puente de la Némesis Uno comprueban con estupor cómo, poco a poco, van cayendo todos los miembros del equipo Delta. Da la impresión de que los atacantes aparecieran de la nada, como si traspasaran las paredes o, al menos, formaran parte de ellas. A veces sólo reconocen el blanco inyectado en sangre de uno de los ojos. A veces el brillo de un metal. En un ataque de pánico uno de los soldados comienza a disparar, pero en cuanto ve que sólo está hiriendo a sus compañeros deja de apretar el gatillo. Muy pronto siente un cuchillo en su garganta. Ni siquiera tiene tiempo de defenderse. Intenta hablar pero por la boca sólo sale un gorgoteo de sangre antes de desplomarse.
—Comandante, vayamos a por ellos —dice el Primer Oficial.
Kovac lo mira. Siempre le ha parecido que, para ser un androide, el Primer Oficial se toma demasiadas confianzas. A menudo le lleva la contraria y, a pesar de las numerosas ocasiones que ha expresado sus quejas ante los directivos de la Corporación, siempre lo ha encontrado de nuevo a bordo de la Némesis Uno. A veces se pregunta si no ha alcanzado un status demasiado alto para no ser humano. Desde luego es de los más altos que conoce desde la Corporación reconoció estatutariamente la igualdad jurídica de los androides.
—No —dice el Comandante Kovac—. No podemos correr el riesgo de caer en otra emboscada.
—Siento discrepar, señor. Pero me temo que somos superiores. Tenemos mejores armas que los dantonianos. Ahora que sabemos que todavía están ahí, no va a poder escapar ninguno.
—Ya ha visto de qué sirven las armas de fuego, en los lugares pequeños. Además, no podemos dejar a la nave sin guarnición.
La imagen de la pantalla del puente se ha detenido en el perfil aterrado de un cadáver sobre el suelo.
—Pero, Señor, puede que haya supervivientes. Tiene que mandar por lo menos una patrulla a comprobarlo. Si salimos inmediatamente podemos llegar a tiempo.
—No. Ya no queda nadie.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Me lo dice mi instinto.
Alguien, seguramente uno de los atacantes, mueve el cadáver del Jefe del Equipo Delta, para enfocar con la cámara. En la pantalla del puente aparece la imagen de un soldado iluminada por un haz de luz. Está de rodillas. Le han quitado el casco y en su rostro se puede leer sin problemas el pavor. No se puede ver nada más, salvo el brillo de la hoja de un cuchillo que después de flotar en el vacío rebana la garganta del soldado, mientras, un poco más arriba, unos ojos felinos que parecen brillar de ira. Un grito ahogado recorre el puente.
—Está bien, vayamos a por ellos —cede, por fin, el Comandante, aunque la voz casi no le sale.
Todos saben que es inútil. Cuando el equipo de rescate, liderado por el mismo Kovac, llega a aquel punto del túnel ya no queda nadie con vida. El comandante se agacha sobre los cuerpos de los que habían sido sus hombre para comprobarlo, colocando los dedos en su cuello. Todavía están calientes.
—Primer Oficial, encárguese de recoger los cuerpos. Nos volvemos a la nave.
—A sus órdenes —dice el androide—. Señor.
De vuelta en la Némesis Uno, el comandante se encierra en su camarote. En el cuarto de baño intentar lavarse, pero por desgracia no sale agua del grifo. Agarra la toalla blanca que usa para la ducha que en seguida se tiñe de rojo. Después se sirve un güisqui de la botella que siempre pide que dejen sobre su mesa Cuando agarra el vaso se quedan marcadas con sangre en el cristal las huellas dactilares de sus dedos.
Una voz le llama. Comandante. Es una voz de hombre. Una voz conocida. Una voz que suele llevarle la contraria demasiado a menudo. Comandante, despierte.
Kovac abre los ojos. Mira a su alrededor. Tarda apenas unos segundos en ubicarse y comprender que está tumbado sobre una camilla de lo que parece la habitación de un hospital. Se mira las manos. Comprueba que no están manchadas de sangre. En el brazo derecho se descubre, unida a una bolsa con algún tipo de medicamento mezclado con suero fisiológico, una vía que se habría arrancado si una mano no le agarra del brazo para impedírselo. No, señor. No se la quite. El Comandante Kovac levanta la mirada en busca de los ojos del Primer Oficial.
—¿Por ti no pasan los años, eh? —le dice.
—No crea. Yo no envejezco, pero sí me vuelvo obsoleto. Tendría que ver los nuevos modelos H 3.0.
—¿Qué haces aquí? Supongo que no será una visita de cortesía por el accidente.
—No, señor. Lo estábamos buscando.
—¿Lo estábamos? ¿Quién? ¿Tú y quién más?
—Yo y el resto de la Corporación.
—Ya veo que sigues trabajando para ellos. Ahora me explico porqué un androide como tú ha llegado tan lejos. No eres más que su perro de presa. Por mí os podéis ir al demonio, tú y el resto de la Corporación —dice Kovac y se da la vuelta, acomodándose en la camilla.
Kovac llama a la puerta y, sin esperar a que le den permiso, entra en el camerino. Frente al espejo, la bailarina está terminando de maquillarse. Aún no lleva puesto el vestido negro ni la peluca rubia con los que suele salir al escenario. En su lugar viste una bata de estilo oriental. Su pelo natural, negro, peinado hacia atrás parece demasiado corto para una mujer que se dedica a exhibir su cuerpo.
—Lárgate, Kovac —dice al verlo entrar.
—Te he traído flores.
La bailarina se levanta, agarra el ramo y lo tira con rabia a sus pies.
—No quiero flores, Kovac. No quiero nada tuyo. ¿No te das cuenta de que estoy harta de ti?
—¿Es por lo de la otra noche?
—No es por lo de la otra noche. Es por lo de todas las noches, Kovac. Estoy harta de ti, de tus borracheras, de tus numeritos de militar amargado. Déjame en paz y lárgate de una vez.
—Está bien. Te espero entonces en casa.
—Ni se te ocurra volver a casa.
—¿A dónde quieres que vaya, Mina? Acabo de salir del hospital.
—Donde te plazca. Por mí, como si te vas al infierno —dice mientras le empuja y le saca del camerino.
A continuación se abre el camerino y le lanza el sombrero, que se le ha debido caer cuando Mina le empujó. Después vuelve a cerrar la puerta de un golpe.
Kovac se agacha, recoge el sombrero, sube las escaleras y sale a la calle. Después de unos cuantos metros, entra en una cabina y marca un número de videollamada que parece saberse de memoria. En la pantalla aparece el androide.
—Comandante —dice.
—Primer Oficial H 1.0, dígales de mi parte a los de la Corporación que de acuerdo. Acepto. Vuelvo con ustedes.
Sentado en la parte de atrás de un vehículo oficial, camino de la Némesis Uno, recuerda la conversación que ha mantenido con los directivos de la Corporación es misma mañana en uno de los despachos de la sede que tienen junto al gran lago artificial. La misión consiste en comandar, una vez más, la Némesis Uno. Esta vez rumbo a la Estigia, una nave de exploración y combate que se encuentra orbitando alrededor de un planeta recién encontrado gracias a los últimos descubrimientos de los portales interestelares que, a pesar de no tener aún de forma oficial nombre, por lo menos según los estudios geológicos, sí que tiene el suficiente corbán como para abastecer a la Corporación durante un decenio. Hace semanas que apenas reciben noticias de la nave y las pocas noticias que han recibido no son demasiado esperanzadoras.
La Némesis Uno es una nave de clase A con diez cañones de plasma, fue todo un orgullo para la flota de la Corporación durante los primeros años del Gran Éxodo que acompañó al descubrimiento de la tecnología que permitió la fabricación de los pórticos interestelares, aunque, por desgracia, ya ha quedado obsoleta. Al Comandante no le sorprende, la sonrisa cínica del androide que le espera junto a la puerta de acceso para después, acompañarle al puente de mando mientras le indica el camino como si hubiera olvidado que comandó aquella nave durante años.
Kovac no encuentra a bordo a ninguno de sus viejos compañeros. Sabe que muchos se han retirado, han sido transferidos a otra tripulación, han ascendido y ahora comandan sus propias naves o simplemente, han muerto. Como el viejo Quain que se voló los sesos de un disparo de plasma en la boca, mientras una ginoide de recreo le practicaba sexo oral.
En cuanto llega al puente de mando, toda la tripulación se pone en pie y lo saluda. El Comandante no les devuelve el saludo. Prefiere acomodarse en silencio en su asiento de cuero y dejar al práctico que dirija las operaciones de salida de la órbita terrestre y al segundo oficial que marque las coordenadas de derrota necesarias para atravesar el pórtico interestelar. Como el resto de la tripulación, son dos desconocidos, seguramente recién salidos de cualquiera de las academias militares de la Corporación. Reclinado hacia atrás en su sillón, con las manos entrelazadas sobre el estómago, parece un simple invitado en la nave mas que el responsable de la misión. Está a punto de levantarse, inventándose cualquier excusa, y de encerrarse en su camarote para comprobar, si a esta nueva tripulación, por lo menos, le han trasmitido su tradicional orden de que antes de partir le dejen sobre su mesa una botella de güisqui.
Hasta que no llegan cerca de la órbita del planeta sin nombre y puede ver por la pantalla a la Estigia, no toma el mando de la nave. Su primera orden es que intenten contactar con ella pero la Estigia no responde. En la pantalla se la puede observar con claridad. Es una nave de clase C. De los modelos más avanzados que por ahora ha fabricado la Corporación. Su diseño puede que no sea no tan elegante como la Némesis Uno pero es mucho más rápida y tiene mucho mejor armamento que sus diez ridículos cañones de plasma.
Aparentemente, la Estigia permanece inmóvil y sin actividad. Como si su tripulación la hubiera abandonado. Aunque su instinto le dice que no debería hacerlo, ordena que a la Estigia la aborde un comando de exploración. A pesar de que la mayoría son soldados bisoños con los que el Comandante no se sentiría seguro durante un combate, aquel era su trabajo.
Por fortuna, los modelos C y A, mantienen el mismo modelo de ensamblaje, por lo que la lanzadera de la Némesis Uno no tiene ningún problema en acoplarse al puerto de la Estigia. El Comandante se levanta de su sofá de cuero y se acerca a la pantalla. Aunque la Corporación se ha encargado de operarle de miopía en numerosas ocasiones, sus ojos comienzan a desenfocar de nuevo. Su instinto le dice que está a punto de pasar algo y no quiere perderse ningún detalle. En cuanto los tripulantes de la lanzadera entran en la Estigia, descubren que la iluminación de la nave aún funciona. A Kovac se le escapa un gruñido cuando, poco después de sus primeros pasos dentro de la nave, el comando es atacado por unos seres que, aunque tengan cierta apariencia antropomorfa, parecen más bien demonios. No le da tiempo a ver mucho más. La imagen de la pantalla en seguida desaparece y es sustituido por un mensaje parpadeante: Vade retro.
—¿Quién ha escrito eso? —pregunta el Comandante. Mira alrededor pero todo el mundo parece tener su misma cara de estupefacción.
—Es latín —dice alguien. Kovac se vuelve en busca del joven que ha pronunciado esas palabras, Tampoco lo conoce, pero le cae simpático. Por lo menos, tiene cara de listo. —Lo he buscado en la base de datos del ordenador —continúa—. Pertenece a una oración medieval.
El Comandante se coloca a su lado y lee en el ordenador:
Crux Sancta Sit Mihi Lux,
Non Draco Sit Mihi Dux.
Vade Retro Satana
Numquam Suade Mihi Vana
Sunt Mala Quae Libas,
Ipse Venena Bibas.
—¿Qué significa? —pregunta el Comandante.
—No lo sé. Supongo que será algún tipo de advertencia —dice el chico listo.
—Sí, pero ¿de quién?
—Tenemos que volver a la Estigia, señor —interrumpe el androide—. Tenemos que saber qué está ocurriendo en su interior. Recuerde cuales han sido las instrucciones.
—No. No volveré a cometer el mismo error de nuevo. No pienso mandar allí ninguna lanzadera más.
—¿Y qué va a hacer, señor? ¿Regresar a la Tierra para matarse poco a poco en un cabaret?
Kovac se vuelve hacia el Primer Oficial y, agarrándole del cuello, lo empuja contra uno de los ordenadores.
—Apriete todo lo que quiera, señor. Sabe de sobra que no puede asfixiarme. El Comandante lo observa fijamente. El androide tiene razón. No. No puede asfixiarlo, pero sí que puede desconectarlo por insubordinación. No va a ser la primera vez que lo ha tenido que hacer con aquel impertinente, aunque luego la Corporación lo mandara de vuelta al puente.
—Si ha de ir alguien, iré yo —dice Kovac y suelta al androide que, en un gesto absurdo, se toca el cuello en busca de algún daño.
—Le acompaño, señor —se ofrece el androide—. Me niego a concederle el honor de que pueda presumir de que usted es el único que no tiene miedo. Además, necesita a alguien que le lleve la bandera blanca.
—Está bien —acepta el Comandante—. Aunque si tengo que ser sincero, espero que sea lo que sea la cosa que hemos visto por la pantalla, por lo menos tenga el detalle de acabar contigo de una maldita vez.
La lanzadera en la que van Kovac y el Primer Oficial se acopla sin problemas a otro de los puertos de la Estigia. Nada más terminar el proceso de ensamblaje, el androide desenfunda su pistola. El Comandante le pide con un gesto que vuelva a guardarla en su sitio. Los primeros muertos los encuentran enseguida, a apenas unos metros del puerto de ensamblaje de la primera lanzadera. Aunque están desmembrados, como si sus cuerpos hubieran sido despedazados por espadas o grandes cuchillas, el Comandante reconoce a sus hombres por el uniforme. Pronto, se cruzan con el primero gato, uno de color rojizo que los saluda con un ronroneo y que parece mirarlos fijamente a los ojos. Sin perderlo de vista, Kovac indica con un gesto al androide que no se detenga hasta que no lleguen al puente. Poco a poco se les van acercando más gatos, la mayoría de color negro, que se les van apretujando contra las piernas, sin dejar de ronronear en ningún momento.
—Dudo que en esta nave tengan problemas de ratas —dice Kovac.
Al comandante le sorprende no encontrar ningún rastro de lo que les ha ocurrido a la tripulación de la Estigia. A simple vista, en la nave no falta nada. Ni siquiera falta una sola de las lanzaderas. Parece como si, de pronto, todos se hubieran volatilizado. El único vestigio que queda son las dos palabras (Vade retro) que aparecieron en la pantalla de la Némesis Uno y que ahora están escritas por todas partes con lo que bien podría ser su sangre.
Como suponían, el puente de mando de la Estigia está vacío. Aunque el Comandante y el Primer Oficial sí que pasan al interior, los gatos se quedan junto a la puerta, como si les estuviera vetado entrar. Sólo entra el primer gato de color rojizo con el que se cruzaron que, antes de que puedan consultar la bitácora en el ordenador, trepa de un salto hasta una silla y se convierte en uno de aquellos seres antropomórficos que creyeron ver en la pantalla de la Némesis Uno atacando al comando. De un color verdoso, más que piel, aquel ser parece tener caparazón. En la espalda tiene lo que podrían ser dos alas que, si se desplegaran, posiblemente le permitiría volar y, en lugar, de manos tiene garras con seis dedos de largas, brillantes y afiladas uñas en forma de estilete.
—Marchaos a casa. No podéis estar aquí —les advierte. Su voz suena ronca, profunda como si en lugar del interior de aquel ser, la voz surgiera de un lugar mucho más inaccesible.
—¿Por qué?
—¿Quiere que todos acaben igual que en aquella mina de corbán, Comandante Kovac? ¿Lo soportará otra vez su conciencia?
—¿Cómo sabe lo de la mina?
—Márchense.
Después de un rugido que les heló la sangre, el ser antropomorfo se transforma de nuevo en un gato color rojizo que, de un salto, baja al suelo y se aleja con la cola tiesa.
De regreso en la Némesis Uno, el Comandante ordena al primer oficial que se encargue de ordenar al práctico que comience con los preparativos para volver a la Tierra. Sin embargo el androide en lugar de obedecerle, prefiere desenfundar su pistola de plasma y después de colocarse a su lado apuntarle con ella a la cabeza.
—Comandante, me temo que ha olvidado la misión que le ha encargado la Corporación. Tenemos que descubrir qué ocurre en esa nave y en ese planeta.
—Me da igual lo que esté ocurriendo. No pienso volver a mandar a mis hombres a la muerte.
—¿A sus hombres? —dice— ¿Se ha fijado en si alguno de los que llama sus hombres ha movido un solo músculo cuando me han visto apuntarle con mi arma?
El Comandante mira alrededor. En el puente todo el mundo parece estar de pie. Nadie parece querer perderse lo que está ocurriendo, pero mas por curiosidad que por tener la intención de intervenir.
—¿A qué esperáis? Detened a ese maldito insubordinado —grita Kovac sin que nadie ni siquiera haga ademán de moverse—. ¿Vais a ser tan estúpidos de dejaros guiar por este androide? ¿No os dais cuenta de que no es más que un perro faldero de la Corporación? A los ejecutivos de la Corporación no les interesa vuestra vida una mierda. No tenéis por qué cumplir sus estúpidas órdenes.
Cuando Kovac termina de hablar, todo el mundo se queda callado, como si estuvieran intentando asimilar sus palabras.
Es el androide quien rompe el silencio —Por favor, que alguien traiga la botella de güisqui al Comandante.
—No es necesario. Prefiero tomármelo a solas en mi camarote.
—Sargento Howard —dice el androide—. Asegúrese de que el Comandante se recoge en sus aposentos.
Antes de abandonar el puente, Kovac escucha cómo el Primer Oficial ordena poner la nave rumbo al planeta sin nombre. En cuanto sobrepasan a la Estigia, comienzan a oírse los primeros maullidos.
El comandante comprueba al entrar en su camarote que, al menos, han tenido el detalle de cumplir su tradicional orden de dejar una botella de güisqui sobre la mesa. Se sienta en la cama y alarga la mano para agarrar un vaso. Echa dentro un par de cubitos de hielo que, en cuanto vierte licor sobre ellos, comienzan a crujir y a resquebrajarse como un iceberg que cae al mar. A continuación, mientras bebe un buen trago, cierra los ojos e intenta recordar cómo bailaba la rubia sobre el escenario del cabaret. Suenan los primeros acordes de la canción: los metales de la banda que se entremezclan con los maullidos de unos gatos que ya parecen estar dentro del camarote. When they had the earthquake in San Francisco.
Juan Folguera Martín