1
Hace 50,000 años…
La luz estelar que antes fuera prácticamente invisible para sus sensores, era ahora un resplandor definido al borde del sistema solar. Las antenas hipersensibles se replegaron después de décadas, y las antenas simples emergieron de los esfínteres. Se sintió menos deslumbrado y calibró los detectores de radiación. Al borde del sistema solar un minúsculo planeta helado orbitaba el sol, muy lejos como para albergar vida como él la conocía. Pero no importaba: había hecho un viaje muy largo y su verdadera misión apenas había comenzado. Se desperezó y probó todos sus instrumentos. Estaba listo, era hora de empezar a trabajar.
Aproximadamente a tres horas luz, un gigante gaseoso con anillos le recordó su hogar. Por un lado necesita descansar y hacer mediciones, por otro lado sintió nostalgia; y así plegó el espacio a su alrededor para dar un salto y aparecer más cerca de aquella masa de gas de colores tibios y amables que durante su construcción y en los primeros años de entrenamiento había visto todas las noches, cubriendo la mitad del cielo. Una de sus lunas era un sitio muy similar al hogar, pero lamentablemente demasiado lejos del abrazo tibio de aquel sol, demasiado pequeño como para que la vida fotosintética se hubiera desarrollado.
Aun así, tenía tiempo suficiente.
Dedicó veinte años a explorar los sesenta y ocho satélites que lo orbitaban. Algunos eran rocas insignificantes, pero uno de ellas era suficientemente grande como para tener atmósfera y descendió a su superficie. Después de un par de años de investigación concluyó que, aunque había agua congelada en su superficie, moléculas asociadas a hidrocarburos y mucho nitrógeno en el aire, el planeta estaba muy por debajo del punto de congelación del agua y la aridez estaba generalizada. No encontraría ahí la vida que buscaba.
Partió al siguiente mundo gigante, donde obtuvo el mismo resultado al investigar los setenta pequeños cuerpos que lo orbitaban. Acompañó al planeta dándole cuatro vueltas al sol a su lado, se distrajo mirando las formas caprichosas que generaban los huracanes de gases rojos y rosados mientras una y otra vez obtenía resultados negativos. Tampoco en esos satélites existía la vida que anhelaba encontrar.
Sin embargo, al descartar aquellos fríos satélites, su exploración entraba a la etapa mas prometedora: Una estrella de ese tipo debería proveedor suficiente calor y luz a un planeta que estuviera entre los siete y nueve minutos luz de distancia del sol, como para que hubiera suficiente agua en estado líquido, y había detectado un punto azul pálido en el cielo, el tercer planeta contando desde el sol. Si había vida en ese sistema, tenía que ser en ese mundo.
Plegó el espacio, lleno de curiosidad, entusiasmo y optimismo, dio un salto y se dirigió hacia allá.
2
Gran Cantor estaba al final del segundo tercio de su vida. Y estaba solo.
En los meses de invierno había perdido peso, no porque faltara el alimento, sino porque no tenía hambre. Había escuchado a los machos compitiendo entre ellos para atraer a las hembras, llenando las aguas con sus canciones. Algunas tenían buen tono e intensidad, pero la mayoría le parecieron pobres y aburridas. En sus buenos tiempos él habría podido emitir un par de notas altas, algunos graves y en un par de días habrían acudido a él las hembras, anhelando copular. Hacía unos años incluso había jugado una broma cruel, opacando con su voz las de otros pretendientes, sólo para abandonar el lugar antes de que llegaran las doncellas y las matriarcas para aparearse con él.
Había perdido el interés, era todo. A donde quiera que iba emitía sus cantos saludando a las manadas que estuvieran cerca, informando donde había comida o avisando de la presencia de orcas. Después escuchaba el rumor quedo de las madres a sus hijos diciendo “Escucha, ese es el Gran Cantor. Nadie canta tan fuerte y bonito como él” y las ancianas asentían sonriendo; los machos jóvenes respondían a veces con envidia y a veces con admiración, los machos adultos devolvían el saludo, respondiendo siempre con respeto. Pero para él eso ya no significaba nada.
Gran Cantor tenía una veintena hijos, eran reconocibles no sólo por una voz agradable (aunque no tan virtuosa como la de su padre) y un patrón de manchitas blancas, heredados de él, que se les notaban cuando extendían los pliegues de su garganta a la hora de comer krill. Sin embargo habían transcurrido varios años desde que había visto al más joven de ellos. Muchos rorcuales azules pasan su vida adulta en pareja; otros como él eran solitarios empedernidos, migrando y cantando, contando viejas historias y repartiendo noticias a lo largo y ancho de las aguas heladas.
Esa noche las estrellas brillaban intensamente, no había una sola nube en el cielo, tampoco había luna. El mar y el cielo eran sólo una enormidad negra y silenciosa, salpicada de animalitos bioluminiscentes arriba y abajo. Agitó sus aletas despacio, melancólico y empezó a cantar.
En el punto máximo de su depresión, su canto fue llevado a kilómetros a la redonda, un arrullo triste para los ballenatos, una serenata sin destinataria para solteras y casadas. Una inquietante balada para los machos que reflexionaron sobre el destino de un solitario. Y las ballenas, delfines y rorcuales callaron y escucharon esa noche una canción nueva y hermosa que básicamente decía: “Estoy solo”.
Gran Cantor conocía las estrellas fugaces. Eran puntitos de luz que aparecían y desaparecían dejando atrás una estela. Las canciones viejas decían que eran los chorros emitidos por los espiráculos de los delfines invisibles que moran en el cielo.
Pero esta estrella fugaz no desapareció, su estela permaneció en el cielo nocturno por un rato más. Interrumpió su canto, extrañado. En el silencio solemne, alcanzó a escuchar un zumbido agudo, que venía desde el aire. Y la estrella fugaz se había vuelto más brillante, sin apagarse. ¿Debía advertir a los otros que miraran en esa dirección? Por un segundo no supo que hacer.
Sobre él apareció una cosa extraña: flotaba como una nube, pero se veía como un pedazo de coral ovalado, cubierto de anémonas anormales coronadas por tentáculos o antenas que se agitaban en el aire. Emitía luz como ciertos peces abisales, pero esta era clara e intensa. La cosa extraña levitaba aunque se veía muy pesada. Tenía una especie de patas de cangrejo lustrosas y afiladas en su vientre, que se encendió como un sol y cubrió de luz a Gran Cantor. Se sintió aterrado y estuvo a punto de gritar, como no lo hacía desde que dejara la teta de su madre, pero antes de hacerlo, la cosa cayó con todo su peso sobre él y todo se oscureció.
3
Cuando despertó era de día y la lluvia repiqueteaba sobre su dorso. Pero no la sintió sobre su cabeza. Giró los ojos hacia arriba. La cosa que había llegado en la estrella fugaz estaba pegada como un parásito a su morro, y no habría pez que pudiera limpiárselo. Dio un salto fuera del agua, cayó de espaldas, pero no pudo removerlo. Sentía aquellas patas de cangrejo atravesando su cráneo, hurgando en su mente. Se sumergió tan profundo como pudo, sintiendo la presión del agua sobre su cuerpo, pero la cosa resistió. Se arqueó, dio coletazos, incluso quiso gritar de horror. Pero su voz se negó a obedecer.
—Por favor no tengas miedo. No te voy a lastimar.
—¡Hablas! ¡En mi cabeza! ¿Es un sueño? —estaba pensando, seguía mudo.
—No es un sueño, soy real. Vuelve a la superficie. Ten calma y te explicaré todo.
Gran Cantor ascendió temblando de miedo. La lluvia caía suavemente, como si el espiráculo del dios ballena hubiera lanzado una exhalación sobre el mundo. Arriba las densas nubes negras parecían la tinta de un calamar gigante esparciéndose como una amenaza para oscurecer el cielo. Pero era de día, el sol brillaba arriba de esas nubes y la lluvia terminaría. Trató de calmarse.
—¿De verdad no me vas a hacer daño? Porque quiero gritar y no puedo, pero no sé si es porque tú me lo impides o porque me quedé mudo de terror.
—Estabas muy alterado, por eso evité que gritaras. Habrías causado mucho miedo entre tus congéneres y no quiero causar esa impresión. Pero ahora que estás mas tranquilo y dialogamos, dejaré de interferir con tu voz.
—¿Qué eres? Pareces uno de esos bichitos que viven en aguas cálidas y que se pegan a mi piel. ¡Pero eres del tamaño de mi cabeza!
—Soy una sonda. Viajé por mucho tiempo a través del espacio en busca de un ser vivo inteligente al que pudiera acoplarme. Claro que para eso tenía que encontrar primero un planeta donde hubiera agua líquida y vida lo mas parecida posible a la de mis creadores. ¡Me tomó varios días entender tu estructura cerebral para que nos pudiéramos comunicar!
—No entendí la mitad de lo que dijiste…
—Perdón, hace tanto tiempo que no hablo con otro ser inteligente que me pongo a monologar. Fui creado, o mas bien cultivado, por criaturas que viven en un planeta con océanos como este, y que son mas o menos de tu tamaño. Criaturas que tienen un sistema nervioso diferente, pero que funciona con impulsos eléctricos y sustancias químicas basadas en el carbono, igual que el tuyo.
—¿Te llamas Sonda?
—Mi nombre es un número de serie muy largo. Una canción compuesta de una sola nota y silencios, que tardarías varios minutos en cantar. Tengo tantos hermanos como estrellas hay en el cielo. A mí me asignaron para visitar este sistema solar, encontrar un planeta similar al de mis creadores, con seres inteligentes como ellos y contactar a alguien como tú. ¡Y me ha tomado muchísimo tiempo! Pero después de varias vueltas por este maravilloso planeta, te escuché, Gran Cantor. Y por eso estoy aquí. Perdón por adherirme a tu cerebro pero de otra manera no podríamos estar hablando.
—Usas palabras que no entiendo, Sonda. Dices cosas muy raras.
—Pregúntame y te lo aclararé.
—¿Qué es un planeta?
—Imagínate una burbuja de piedra y arena, flotando en un mar de aire. Imagínate que esa burbuja es tan, tan grande, que comparado con ella, tú eres como el parásito más diminuto que conozcas, y estás posado en su superficie. Ahora imagínate que cada estrella que ves en la noche es como el sol. Sólo que se ven pequeñas porque están muy, muy lejos. Esa burbuja de piedra y arena da vueltas en elipses alrededor del sol.
—Espera. Las canciones dicen que el sol vuela alrededor del mar, no al revés —Gran Cantor tenía una gran imaginación. ¡Una burbuja de piedra y arena, es decir una roca perfectamente esférica, que flotaba en el aire! No era difícil imaginar eso, lo difícil era imaginar que giraba alrededor del sol.
—¿Ves ese pájaro? —bajo la fina lluvia que empezaba a amainar, un albatros planeaba en la lejanía— ¿Quieres saber cómo ve el mundo él y qué hay más allá del cielo?
—Si. Enséñame, Sonda.
Y como si fuera un sueño, vio en su mente la superficie del mar como se veía cuando estaba en el punto más alto de un salto, suspendido en el aire. Continuó alejándose hacia arriba, a la altura que volaban las aves, sintió vértigo pero también curiosidad. Era una imagen, no tenía nada que temer. El mar era, como ya sabía, un manto azul de agua, siguió subiendo, la bruma de una nube hizo su visión borrosa, pero siguió subiendo. El azul del mar estaba bordeado por manchas color arena. Claro, eran las costas en las que el mar tenía sus límites con la tierra seca, eso también lo sabía. Siguió subiendo, vio que el mar era hermoso y azul, pero empezaba a recortarse ¡y a curvarse como la superficie de una burbuja de piedra, arena y agua! Siguió subiendo y vio la Tierra completa, cubierta de océanos azules como piel de ballena, con manchas pardas de tierra y nubes espumosas que fluían sobre ella.
—¿Quieres ver qué hay más allá?
—¡Sí, Sonda, quiero ver, enséñame más!
Vio al sol resplandeciente en la noche mas negra y estrellada que jamás hubiera soñado; un mar de vacío tan profundo que su canto jamás llegaría al fondo de él; vio la superficie seca y polvorienta de la luna, se alejó de la Tierra y conforme el sol se hacía más pequeño, vio las otras burbujas de piedra y arena (los planetas) de diferentes tamaños, alejándose hasta que la Tierra se perdió de vista, hasta que el sol se volvió tan pequeño, que se confundió con el resto de las estrellas del espacio.
Gran Cantor respiraba agitadamente, flotando sobre las olas sus lágrimas se mezclaron con el mar y exclamó emocionado, como si hubiera escuchado la canción de la creación de la voz misma del dios ballena.
Y fue feliz como nunca en su vida lo había sido.
4
Durante el año siguiente, nadie supo del Gran Cantor, pero el chisme del abrupto final de la triste canción de aquella noche, se esparció por los océanos. Aunque había diferentes versiones, todas apuntaban a que había muerto. De soledad, de tristeza, de un infarto, en una nota maravillosamente perfecta que le había reventado la cabeza, o que se había hundido tan profundo que se había reunido con los huesos de los ancestros en el fondo del mar.
Pero la verdad era muy diferente.
Gran Cantor se había dedicado a mostrarle el mundo a Sonda, y ella le había mostrado los secretos que estaban ocultos ante los ojos: Sonda tenía órganos diseñados por sus creadores que le permitían ver de cerca de las estrellas, pero también saborear las moléculas disueltas en el agua, identificarlas y analizarlas. Así Gran Cantor supo que hay animales invisibles a los ojos, y más pequeños que ellos: bacterias que causan enfermedades, pero son seres vivos que pueden ser envenenados, sin dañar a quienes infectan. Supo que el universo está lleno de materia y energía, que la materia está formada por elementos y a su vez, ellos se forman con partículas que giran en torno a un núcleo (como un pequeño sistema solar) y con cada cosa nueva que aprendía, se maravillaba aun más.
Gran Cantor compuso la canción “Lo que somos” que explicaba muchas cosas de forma sencilla, como las viejas canciones bonitas narraban con fantasías qué son las estrellas, el sol, la luna y el lugar que ocupan los cetáceos en el mar. Compuso una serie de canciones sobre los límites del mar y la Tierra, sus campos magnéticos y las diferentes profundidades en los océanos. Si las cantaba completa, formaba un mapa tridimensional del mundo conocido.
En uno de sus viajes cerca de la costa, Gran Cantor vio a un grupo de criaturas pequeñas, que avanzaban ágilmente sobre sus aletas inferiores, y se inclinaban para sacar huevos de un nido de tortuga, escarbando con sus aletas superiores rematadas en tentáculos pequeños. Había machos, hembras y crías, que se comunicaban con cantos rudimentarios y depositaban los huevos en una bolsa.
—Me gustaría saber más de los animales de la tierra seca. Sólo conozco a las aves marinas, focas y tortugas que pasan parte del tiempo ahí —Gran Cantor tenía una curiosidad insaciable. Mientras más aprendía, mas preguntas surgían.
—Te puedo decir un par de cosas de esos mamíferos bípedos. Los estudié unos años antes de contactarte. Son muy inteligentes, pero sus cerebros son tan pequeños que es imposible que me conecte con ellos. Igual que los rorcuales, amamantan a sus crías, viven en grupos y son muy inteligentes. Ellos construyen herramientas de piedra, trabajan en equipo y eso es algo que tú no puedes hacer aún.
—¿Para qué necesitan herramientas? Podrían recolectar los huevos sin esa bolsa.
—A diferencia del mar, la tierra es muy inestable. La temperatura puede ir de muy caliente a helada, la comida puede escasear y sus cuevas solas no son refugio suficiente. Ellos tienen muchos depredadores y enfermedades. Su vida está llena de dificultades. Las herramientas les permiten conseguir mejor y más comida con menos esfuerzo, defenderse, protegerse del entorno y sus crías tienen más probabilidades de sobrevivir. Así empezaron mis creadores también.
—Qué vida tan complicada.
— Es lo que nos hace evolucionar.
5
Desde hacía varios años, algo estaba cambiando en el agua de los mares que rodeaban el continente helado del sur. La capa de hielo se estaba volviendo más delgada conforme la glaciación llegaba a su fin, vertiendo más agua dulce al mar. Las corrientes empezaron a cambiar y junto con un incremento de la radiación solar, ese año hubo menos krill que antes.
Para cuando las familias de rorcuales azules y ballenas llegaron a alimentarse, se encontraron con que el alimento no era suficiente. Los machos más fuertes hicieron valer su posición y se alimentaron primero. Hubo algunas disputas que dejaron varios heridos, pero al final los más débiles tuvieron que alejarse de las islas en busca de alimento, y muchas madres se quedaron con hambre, cediendo su espacio a los jóvenes.
Ese fue el año en que el Gran Cantor regresó.
Cuando anunció su llegada, hubo incredulidad: era la voz del Gran Cantor de quien hacía tiempo no se tenía noticia. Muchos dijeron que se trataba de alguno de sus hijos mayores, pero para quienes lo habían escuchado en décadas pasadas, no cabía la duda. Era su voz, fuerte y clara. Saludaba amablemente y avisaba que estaba en camino, bromeando que le dejaran algo de alimento.
Los machos fuertes que aún no terminaban de comer, respondían que mejor se alejara, que había poca comida y no alcanzaba para todos, que buscara en otro lugar. Al cabo de un par de horas, el cuerpo esbelto y fuerte de treinta metros de largo y doscientas toneladas apareció cerca de las costas del mar del norte, cantando como sólo el Gran Cantor podía hacerlo. Pero algo estaba mal: tenía una cosa rara pegada a la cabeza, una cosa anormal y monstruosa que parecía la cicatriz de alguna dolorosa enfermedad, y muchos tuvieron temor por sus hijos.
—Gran Cantor, ¿qué traes pegado a la cabeza? Se ve feo y sucio —las hembras observaban a distancia prudente, nadando alrededor de él, examinándolo.
—Es una herramienta. Gracias a ella este año no tuve hambre —Gran Cantor había aprendido lo suficiente para llenar el cerebro de un rorcual hasta hacerlo reventar, y de forma tan acelerada que sólo le había tomado dos años conocer todo eso. Tenía que ser muy cuidadoso con sus palabras o lo tacharían de loco o hereje. Pero, ¿qué era una canción sino palabras cuidadosamente elegidas para causar un efecto en quien las escucha?—. Si quieren que sus hijos coman bien, síganme a la bahía.
Un macho joven y grande se adelantó
— Yo también tengo hambre…
—Todos pueden venir. Pero primero comerán los jóvenes, después las hembras y al final los machos. Hay para todos.
Hubo un par de notas bajas que se escaparon del macho joven a modo de queja o desafío. Pero Gran Cantor, aunque estaba envejeciendo, seguía siendo demasiado grande y fuerte como para meterse con él. Las manadas lo siguieron. La bahía se ubicaba en un estrecho, cerrado por algas largas y altas de forma que los rorcuales nunca habían visto. Para un pez pequeño, incluso tal vez para uno grande, hubiera sido muy difícil atravesarla. Para una ballena no sería problema. Uno de los ballenatos se acercó dispuesto a tomar impulso y cruzar cuando Gran Cantor lo detuvo —Yo planté esas algas. Están ahí para evitar que el krill se salga. También crié el alimento dentro de la bahía. Si quieres entrar, tendrás que saltar.
Los rocuales vieron por encima del agua y se dieron cuenta que muchas aves marinas sobrevolaban en círculos la bahía, aprovechando el festín de peces que el krill nutría. Era la cosa mas extraña que jamás hubieran visto, pero era comida y estaba ahí. El ballenato se acercó al muro de algas, estudio la distancia y dio un salto, encontrándose en una biomasa de alimento que vanamente intentó escapar de su garganta plegable, dejándolo satisfecho en minutos.
Cuando todos hubieron comido, con los estómagos llenos y la mente tranquila, esa noche Gran Cantor les explicó como elegir una bahía apropiada, como transplantar las algas que servían de cerco y las que servían de alimento, y como llevar el krill para que creciera en cautiverio. Los ancianos estaban confundidos y no entendían del todo ideas tan raras, pero la paz en sus intestinos era prueba suficiente de que funcionaban. Los jóvenes asentían entusiasmados y desde ese momento, la acuacultura se convirtió en la idea de moda entre ellos.
En las noches de luna llena y luna nueva, en una bahía donde no se iba a cultivar el krill sino a escuchar las canciones de Gran Cantor, las generaciones nuevas aprendían cosas nuevas y maravillosas acerca del mundo, “La burbuja de piedra, agua y arena que flota en el espacio exterior” como decía la canción. Aprendían de memoria la canción del mapa del mundo, y muchas otras cosas sobre el mar y la tierra, los seres vivos y que hay otras ballenas diferentes en algunos planetas que orbitan las estrellas.
Cada generación que salía de aquellas escuelas, recorría el mundo repitiendo las enseñanzas del Gran Cantor. Muchos fueron cuestionados, algunos más exiliados de sus manadas por herejías: Las viejas canciones no hablaban de átomos ni de bacterias ni de planetas, y habían vivido con ellas sin problemas. Ahora tenían que preocuparse de cultivar alimento en vez de ir a recolectarlo, aunque fuera necesario ser paciente cuando escaseaba. Ahora esos jóvenes retaban a rorcuales más viejos, sabios y fuertes con la mezquina promesa de alimento. Y la culpa de esa degradación moral, venía del Gran Cantor.
Y como una señal de mal agüero, el hielo iba en retirada, vomitando agua sin sal al mar cada vez con mayor fuerza, reduciendo la salinidad y afectando las corrientes, como si de una maldición divina se tratara. Sin embargo las bahías cercadas eran una idea que había llegado para quedarse, y la protección y alimento que daban era toda la prueba que muchos rorcuales necesitaban para aceptarla, sin importar si el Gran Cantor ya no interpretaba las viejas canciones y en vez de eso le dedicaba tiempo a las nuevas.
6
Al cabo de varios años las bahías de verano ya eran asentamientos que ocupaban buena parte de la costa del continente helado. Mediante selección los rorcuales criaban sólo al mejor krill y sembraban las algas más resistentes. La producción superaba a la demanda, y el ecosistema empezó a cambiar. Fue cuando llegaron las orcas.
Los rorcuales azules son tan enormes que desde los días en que había desaparecido el tiburón gigante, no tenían depredadores. Sin embargo las orcas estaban siempre a la caza de ballenas débiles o de crías. Y con la disminución de enfermedades y la crianza protegida, su hambre de carne de cetáceo estaba insatisfecha.
Llegaron en tribus de decenas de individuos, un ejército listo para asolar las guarderías en cuanto los rorcuales salieran. Había ballenas fuertes patrullando, pero incluso ellos se replegaron. Una gran orca a la que le faltaba un pedazo de aleta dorsal se adelantó. Había observado cómo entraban de un salto, intentaría hacer lo mismo y cazar dentro del criadero algún ballenato.
Gran Cantor estaba esperando. Había entrenado a una parvada de pingüinos para que dieran diferentes señales de alerta y había hecho lo mismo con los albatros que sobrevolaban en círculos por encima de las tribus de orcas. El supo dónde empezaría el ataque y se movió para enfrentarlo.
—Alto.
La gran orca se sorprendió de escuchar a ese rorcual con una cosa dura pegada a la cabeza, hablándole en su lengua. —Quítate —respondió mostrando sus dientes afilados y cónicos.
—Tu sangre y mi sangre llenarán el mar si peleamos. ¿Qué quieren?
—Queremos comer a tus hijos.
—Padres y madres rorcual azul rodean a tus tribus. Pelearemos. Moriremos todos. ¿Quieren comer a nuestros hijos?
—Tenemos hambre —gruñó el depredador con miedo. La batalla sería tan igual que el la espuma de las olas se teñiría de rojo y las orcas morirían hambrientas. Pero el orgullo le impedía retirarse.
—Los llevaremos a otra bahía. Hay focas y pingüinos y peces buenos para comer. Tus tribus ya no tendrán hambre.
Nunca antes orcas y rorcuales habían hablado, pero los cetáceos no mienten y las orcas siguieron a Gran Cantor hasta una bahía alejada, bordeada por riscos helados. Enviando señales a los albatros con chorros de agua, las aves indicaban al ejército defensor la posición de las tribus, a las que flanqueaban a distancia prudente.
Gran Cantor guió a las orcas a la bahía que había preparado para ellas. Al principio hubo disputas entre las tribus y los clanes, pero al final sus bocas dentadas saborearon carne, grasa y sangre que satisfizo a machos y hembras por igual. La cacería era fácil, el alimento mucho. Esa noche las orcas cantaron horribles canciones de matanza que llenaron sus corazones de alegría, y llenaron de temor a los ballenatos de rorcual.
Así se pactaron los rorcuales con esas tribus de orcas, que a cambio de criarles alimento, no volverían a atacarlos, y los defenderían de otras orcas.
7
Gran Cantor tenía más de cien años cuando sintió que su hora había llegado.
—Tu corazón e hígado pronto fallarán, amigo mío. Hay algo que tienes que hacer antes de que emprendas el camino a la profundidad y te reúnas con los ancestros.
—Eres graciosa, Sonda. Has pasado tanto tiempo entre los rorcuales que ya suenas como ellos. No hay una bahía de ancestros esperándome. Cuando fallen mis órganos, me quedaré dormido y me hundiré para ser pasto de gusanos y cangrejos en la oscuridad. Si quedará algo de mí en el mundo, serán mis canciones y algunas anécdotas que pronto olvidarán los viejos.
—Pensé que sería reconfortante escuchar eso antes de que mueras.
—Mejor dime qué tengo que hacer que es tan importante.
—Mi batería aún durará mucho tiempo. Necesito saber con quién me voy a enlazar. ¿Quién será tu heredero?
Gran Cantor había pasado más de treinta años unido a Sonda, habían compartido todos sus pensamientos, le había enseñado tantas cosas, que la vida de su especie había cambiado por completo. Y desde hacía mucho, lo había aceptado no como un parásito o un invasor, sino como una parte más de sí mismo. La realidad es que seguían estando separados.
—Se llama Artesano… Es joven aún, y tiene buena memoria…
No hubo grandes ceremonias. No hubo canciones épicas porque a pesar de todo lo aprendido, Gran Cantor seguía siendo un tanto despectivo con la calidad de los interpretes modernos, y no hubiera querido que su último recuerdo fuera una canción sin la calidad que él creía merecer. Que cantaran las olas, los truenos, el aire. La canción del mar era suficiente para él.
Frente a la bahía principal, delante de los patriarcas y matriarcas de las manadas, Sonda se separó del cráneo de Gran Cantor, mostrando un área en la que se notaban pequeñas cicatrices circulares. Voló de nuevo, como hacía unos cuantos ayeres lo había hecho, y se colocó delante de un joven macho que se había destacado como instructor de jóvenes y diseñador de bahías. La fusión de Sonda con Artesano fue instantánea e indolora.
Gran Cantor fue escoltado mar adentro, hacia los abismos, hasta que desfalleció. Sus amigos lo sostuvieron, navegando hasta que finalmente murió en paz, hundiéndose hacia aguas oscuras, donde sus huesos encontrarían el reposo final.
Y su guardia de honor partió por los cuatro rumbos del océano para llevar la noticia de su muerte.
Abraham Martínez Azuara