I
Se esconde en la espesura negra y azul la consciencia evaporada de los cráneos, el canto madrugador del basilisco, la mirada famélica de los pumas. Entre tú y yo, querido amigo, que empezamos este viaje juntos, que nos perdimos en las honduras del mar crepuscular juntos, debe quedar esta confesión. Irá sellada con el escudo de mi casa, con instrucciones claras de ser entregada sólo en tu mano y en las de nadie más. Para cuando la leas yo ya no estaré entre ustedes, también a mí me atrae la paz de la noche, su gélido viento es como una canción de cuna que me recuerda los mejores días de mi juventud, cuando hundía mi carita en los cálidos rizos de mi madre y olía el perfume de las nacarandas en su cuello. Porque has de saber que el sol, que desciende para todos, no vuelve siempre a salir para los mismos. Es mi deseo, entonces, hacerte esta confesión, sobre las razones trágicas que nos llevaron a separar nuestros caminos, dónde y por qué se dio la bifurcación de nuestras vidas.
Aquella tarde, hace ya bastantes años, a bordo de ese glorioso betgantín, en que el contramaestre nos advirtió de la insensatez de nuestras proyectos, sabios consejos a los que tú y yo hicimos oídos sordos pues era grande la inflamación que nos invadía por descubrir cosas nuevas, ¡queríamos dominarlo todo!; aquella tarde, fue la primera vez que lo vi. Había pasado toda la noche en vela ideando las maneras de resolver una nueva ruta para abrirnos paso hasta la isla donde continuaríamos nuestras investigaciones. En aquel tiempo la lozanía de la juventud nos permitía pasar una noche incluso de fiesta y luego dedicarnos al día siguiente a trabajar sin interrupción, así que cuando salió el sol no tuve problemas con buscar mi catalejo y servirme del cuadrante para esclarecer aquel problema que hacía varios días nos ocupaba. Debes recordar esa ocasión, cuando deduje la mejor ruta para llegar hasta las islas donde Darwin había hecho sus descubrimientos, me sonreíste y destapaste una botella de ron para celebrar. Fue eso lo que llamó la atención del contramaestre. Se nos acercó y yo pensé que iba a reprendernos por nuestra conducta, pero no fue así. Al principio, se quedó mirando al horizonte hacia estribor, después me miró y nos dijo sus palabras que, al menos a mí, se me quedaron grabadas a fuego.
—Al diablo no le gusta nada lo que usted está haciendo, herr Stevens. Debería regresar a su casa y disfrutar de la buena fortuna que le ha tocado. Casarse, tener hijos. No todos tiene esa dicha. No hay nada en estas aguas que no sea miseria y nostalgia.
II
Tú y yo callamos. El hombre se fue caminando, largo como era, hasta las habitaciones de la tripulación. Debía de tratarse de un descendiente de gitanos, recuerdo que supuse, la forma de su cabeza, sus ojos ligeramente separados, lo delataban. Tú te sentiste irritado por su interrupción, más porque el desdén hacia ti parecía deliberado al ignorarte, aquello hirió tu orgullo y propusiste que fueramos a quejarnos con el capitán.
—No, estos hombres prácticamente viven en este barco, y aunque nuestra jerarquía sea superior como pasajeros, no debemos enemistarnos en modo alguno con ellos —recuerdo que te respondí.
Unas horas más tarde tú yacías noqueado en tu camarote, con tanto alcohol como un tonel de amontillado en la sangre. Por fortuna, yo no te seguí el juego, al menos esa ocasión, y pude seguir trabajando en mis anotaciones y mapas hasta bien avanzada la tarde, cuando el disco solar se ocultaba entre nubes rojizas y violáceos arrebatos de calor. En eso estaba cuando vi el ocaso, e identifiqué una mancha, al principio insignificante, en el cuerpo del astro rey. Mis ojos deslumbrados me molestaron y tuve que cubrirlos con la mano, pero cuando volví a mirar, la mancha había crecido. Me di la vuelta y descubrí que me encontraba solo en la cubierta. Entrelacé mis dedos sobre la frente para seguir observando aquella excentricidad, y así me mantuve un rato, diría que unos quince minutos, mientras el objeto, que ya era claro para mí que no se trataba de una mancha, se acercaba. En un primer momento supuse que estaba contemplando la silueta de un águila, o de una ave rara de especie desconocida, tal vez un buitre o un cuervo de proporciones gigantescas. Sentí un vértigo atroz cuando por fin entendí que se dirigía directamente hacia nosotros. Hoy sé porqué, pero en esa ocasión la intranquilidad se apoderó de mí y de no haber sido por el contramaestre, estoy seguro que habría saltado por la borda. El objeto siguió acercándose, a una velocidad que ningún ser volador de este mundo podría alcanzar jamás, hasta que por fin pasó sobre nuestra nave y tuve un fugaz atisbo de su aterradora presencia. Era como un insecto, como una mosca, que cambiaba de forma tan rápido como se desplazaba. No creo ser poseedor de un vocabulario tan amplio como para alcanzar a descubrirlo con fidelidad, y dudo que alguien lo sea. Lo que vi, no tenía una sustancia definida, era traslúcido, estaba cubierto de pelos, pero también tenía escamas y pezuñas, sus dragonescas proporciones recordaban a las inscripciones en ciertos tratados hoy considerados leyendas de la edad media, cuando se decía que las brujas practicaban el infame rito de besar en lugares innombrables las manifestaciones corpóreas de los demonios. Aquello no era ciencia, sea lo que fuera que se pudiera usar para comprender mejor a criaturas como esa, los códigos y métodos que debían emplearse se acercaban más a la alquimia, al mito y a la superstición, pero ni siquiera en esto digo toda la verdad. Porque esas criaturas, esos pólipos, estas horribles formas que cruzan la vastedad de nuestro mundo, indiferentes a nuestra existencia y por esa misma razón, dejándose ver por algunos contados miserables como yo, están más allá de toda comprensión humana. El cerebro que nos da el entendimiento no puede, ni en sus más febriles depravaciones, resueltas por una precisa combinación de degeneración nata y narcosis inducida, siquiera acercarse a la naturaleza de esos seres. Lo que yo vi era un tigre y un elefante, un incendio y un hipocampo, un campo de salvajes caníbales, todo al mismo tiempo, flotando, raudo, sobre las olas.
III
Cuando logré escapar de las ataduras del terror y la parálisis, devolví el trago de ron que me habías convidado y que era lo único que llevaban por desayuno en el estómago. La criatura se había alejado a toda velocidad, tal como había venido, y se apoderó de mí un paroxismo de pánico que me puso a temblar sin control. Me puse de rodillas y en tales condiciones me arrastré hasta babor para entrar en alguna de las cámaras, no deseaba estar un segundo más bajo el cielo abierto, pues sentía horror sólo de pensar, así fuera por un instante, que la criatura pudiera regresar. Miraba hacia las tablas del piso, negándome con todas las fuerzas de mi voluntad a alzar la cabeza, hasta que me encontré con una par de botas húmedas. Eran las del contramaestre. No quería verlo, la sola posibilidad de voltear hacia su rostro y atisbar así fuera mínimamente un pedazo de la intemperie me aterraba. Pero comprendí que ese hombre no iba a dejarme avanzar más allá de aquel punto. Se apoderó de mí un llanto terrible que me hizo abrazarme a sus piernas, nunca me he sentido avergonzado por ese comportamiento, cualquier otro en mi lugar no habría tenido la fortaleza para no arrancarse los ojos. Cuando sentí una mano fuerte, una garra de piedra que me levantó para llevarme a una parte cerrada de la nave, supe que estaría a salvo. El contramaestre me cargaba como una madre a su hijo.
Me arrojó sobre uno de los compartimentos del almacén. Consiguió, con tremenda facilidad, dada su fuerza muy superior, separar mis manos que yo mantenía con obstinación pegadas a mi rostro. Y me forzó a mirarle. Su rostro, con la expresión de una gárgola, su barba de candado negra como el carbón, su cabeza afeitada, sus facciones sin edad, se fueron apoderando poco a poco de mí hasta… calmarme, diluyéndose en mis agarrotados miembros hasta relajarlos con la misma efectividad del licor suave. Pero el centro de gravedad de aquella fisonomía eran sus ojos. Hoy, muchos años después, sé que logró hiponitizarme. El contramaestre era mucho más de lo que aparentaba y quizás su humilde condición fuera la mejor fachada para un hombre con habilidades para dominar a líderes y otras personalidades políticas. Lo sé porque no lo volvimos a ver sino muy esporádicas ocasiones durante el resto del viaje. Y yo no lo busqué, inducido como estaba bajo los efectos de su control.
Debes comprender por qué no te dije nada cuando los hechos ocurrieron, ni hablé de esto en los años posteriores, cuando me alejé de ti. No sólo me habrías tomado por loco, sino que el influjo momentáneo de aquel hombre me impidió mediar palabra sobre el asunto en el corto plazo. En honor a la verdad, tengo que decir que siempre pensé que te debía una explicación sobre porqué abandoné nuestros planes de una vida juntos como investigadores, aunque los resultados de nuestras pesquisas de aquel viaje se hayan publicado y tuvieron su repercusión en Londres, yo ya no me sentía atraído hacia esas líneas gnoseológicas. Algo más: debería decir que el contramaestre, o ese hombre que actuaba con perfecto disimulo, como si fuera un ignorante y sucio contramaestre de un barco, fue mi benefactor. Estoy seguro de que él quería lo mejor para mí, aunque nunca pude seguir su consejo de casarme y formar una familia, porque tú sabes bien cuáles son mis inclinaciones. No obstante, tras su intervención, la visión de aquel horror estaba destinada a no mucho más que despertarme por medio de pesadillas azarosas a lo largo de los años y hasta el día de mi muerte. Pero a pesar de sus intenciones, mi personalidad, ya fiera para la investigación desde los años de juventud que tú y yo pasamos juntos, ya presa de una curiosidad insaciable desde mi temprana infancia, me empujaron a aprovechar todo este tiempo para entrenar mi mente. He profundizado en los misterios de la magia pagana, del chamanismo druida y otras disciplinas de origen goético y oriental. No volví a saber nada de él, y te garantizo que mis esfuerzos fueron denodados en ese sentido, hasta que hace poco vi una nota de prensa y reconocí, como un hombre reconoce las canciones que cantaba junto a sus camaradas cuando era niño, sus penetrantes ojos, ese par de antorchas encendidas en un claustro, una principesca solidez de su pupilas como la amatista, esa ilusión que enmarca dos luceros con la apariencia del hipotiroidismo, ventanas, sin más, a las dulces celdas del infierno.
Unos insensatos en Rusia, ese pueblo de esclavos, creyeron que lo habían exterminado. Pero no fue así, ni siquiera él mismo podría hacerse daño si así se lo propusiera. Lo busqué, lo encontré en la inhóspita tundra, me reconoció al instante. Me dio la bienvenida con una sonrisa acogedora y esa noche cenamos un oso que el Maestro había cazado con sus propias manos. El fuego para cocerlo y calentarnos fue una mera cortesía hacia mi persona, el Maestro permanecía en el gélido perímetro de la penumbra de hielo sin inmutarse. No le afectan ni el frío ni el calor, puede alimentarse de la sal del mar, del liquen, de la savia de los troncos que absorbe a través de la corteza con sus manos y hasta de la energía del aire.
Más tarde nos dirigimos hacia la selva negra, viajamos hasta la zona austral y cruzamos el Rin. Todo sirve a los planes del Maestro. No queda mucho para que tu especie sepa de él, en el futuro, por los siglos de los siglos.
P. D. Esta noche me ha invitado a conocer su lugar de origen. No te diré que no me sigas porque no podrás hacerlo. Seré uno con la colectividad. En este bosque, como en todos los bosques, se esconden los vestigios de aquello que vi en el bergantín. Luces de un mundo auténtico mientras que el nuestro permanece en las sombras, y es indispensable que así sea, que la ignorancia no sea sólo un signo para los humanos sino algo real. En las regiones del Maestro hay antros de tiempo más allá de lo que Einstein predijo, verdaderos palacios de energía inagotable, rodeados de aves negras, por cuyos muros se arrastra la sangre de los dioses. En esos lugares, que huyen de la imaginación, tras resplandecientes puertas tornasoladas como manchas de aceite en el agua, hay bestias prehistóricas y forjas que contienen estrellas, perros que viajan por los cuerpos materiales atravesándolos sin tocarlos, fuegos que pueden beberse como tónicos, unicornios imponentes y asesinos, grises, que se asemejan a rinocerontes mutantes, cabalgados por jinetes de huesos negros con simetría coaxial, en medio de tormentas de arena que nunca terminan. El Maestro tiene intenciones de abrir la puerta definitiva hacia el otro lado, y para eso se servirá del violento corazón de las personas. En unos años sus actividades en la tierra rendirán sus frutos y surgirá un arma tan devastadora, causará tantas muertes y tanto dolor, que no podrá menos que invocar a los dioses negros de más allá. Por ahora, me ha dejado siete días en esta posada para purificar mi organismo antes de hacer la comunión con los suyos, se ha ido a las partes más tupidas de árboles, donde aguarda. Pero su espera está por terminar. Entre los rituales necesarios para mi expiación, me asignó el de revelar a un viejo compañero los secretos de mi vida y luego, asegurarme de que no pueda compartirlos con nadie más. Su alma, es decir la tuya, querido amigo, será mi Virgilio en la senda del chacal. Esta última consigna la entenderás enseguida. El criado que te ha entregado esta misiva también es algo además de lo que aparenta.
Debo irme, Nyarlatothep se oculta en el bosque.
Sinceramente tuyo, Stevens.
Isidro Morales