La flor de Q’Dar

Has de saber, ¡oh princesa! Que más allá del reino de Shaba existió una reina muy afecta a los perfumes exóticos. Destinaba tres quintos de sus arcas a financiar caravanas que le llevaran los aceites más delicados y las flores más extrañas y aromáticas para que sus alquimistas le confeccionasen aromas tan dulces o seductores, que ningún hombre o bestia podían resistirla. Pero su peculiar ambición la llevó a acudir a nigromantes y artesanos de la oscuridad, ya que sus sabios le anunciaron un día que habían llegado al límite del conocimiento que Alá le permite a los hombres.
Al llamado de la reina acudió un nómada del desierto y le habló de la más mortal de las flores, esa que sólo abría sus rojos pétalos al pie de los volcanes, y de cuya esencia se decía que era capaz de inutilizar al más fiero de los asesinos y a su espada, pero que únicamente abriría su capullo a quien hubiese conocido ya todos los perfumes de este mundo y el otro, si era digno de ello.
La reina, herida en su orgullo, ordenó a su ejército que de inmediato partiera con ella, siguiendo al nómada, y causando terror en cada pueblo o ciudad que cruzaba, donde sus salvajes guerreros se cebaron con la sangre de quienes opusieron resistencia a su paso y la carne de las doncellas que saciaron sus apetitos carnales.
Así llegaron tan al sur, que ahí la tierra ardía bajo sus pies, hendida y sangrando magma entre grietas y cráteres: el nómada señaló uno de los volcanes y dijo que si la reina era digna, la flor de Q’Dar se le revelaría. La reina se puso de pie sobre la roca ígnea y ante ella se elevó lo que parecía una columna de fuego y lava, que acto seguido se arqueó y de forma prodigiosa, se acercó a ella, haciéndole arder el vaporoso velo de seda. Como un sol al amanecer, de la parte superior de la columna extendiéronse siete pétalos largos y delgados, tan enormes como las hojas de una palmera, y al centro de ellos, una boca ardiente, como la fragua de un herrero, exhaló su perfume… un hálito de fuego que consumió a la veleidosa mujer, a sus hombres, a sus camellos y caballos, e incluso derritió el acero de sus espadas.
Y se que es verdad, porque todo esto lo cuentan los efrits del desierto, que lo saben todo, ¡pero más sabio es Alá!

Abraham Martínez

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