El terapeuta bostezó por segunda vez desde que ingresó Alma al consultorio.
Lo mismo de siempre elevado a la enésima potencia: ese día la paciente traspasó el umbral en un mar de lágrimas. A sus varios trastornos de conductas, autoflagelo, bulimia, que con terapia estaba superando, sumó una fobia especialmente rara desde el punto de vista del profesional.
El desmayo y la taquicardia no faltaban en estos episodios de sciofobia, el miedo a las sombras. En su casa se mantenían las luces encendidas día y noche, Alma apenas dormía para despertarse presa del terror pidiendo ayuda.
Daniel Ortiz, que así se llamaba el terapeuta, esperó a que pasara la crisis de llanto y la invitó a recostarse en el diván. Él tomó asiento en un sillón basculante a poco más de un metro de la joven y pidió que le cuente todo lo sucedido desde la última consulta.
En medio de sollozos Alma comenzó a relatar los pormenores, los días en el colegio, sus clases de piano, como lo único que la mantenía en sus cabales porque encontraba en la música la paz necesaria.
Cuando el médico preguntó si había podido lograr un cambio en el trayecto habitual hacia las diferentes actividades que la mantenían ocupada todo la semana, volvió su rostro hacia Daniel y negó con su índice.
Con dieciséis años mostraba tanta responsabilidad con sus horarios escolares y estudios extracurriculares que francamente no parecía a simple vista padecer algún tipo de trastorno emocional o mental.
—Contame, qué sucede, Alma —inquirió el terapeuta mientras miraba de soslayo su reloj.
—Pasa algo que no puedo explicar, cada vez que cambio de camino hacia el colegio o el conservatorio, ocurren cosas que de antemano sé que ocurrirán, es más, me detengo y las espero.
—Hum, ¿algo ya visto o vivido tal vez?
—Algo así. Por ejemplo, ayer iba camino al colegio, un colectivo se detuvo en la parada, bajó un señor mayor, y fue como si se repitiera una película ya vista ante mis ojos, todo, hasta el menor detalle, por ejemplo, que se cayera al piso, ya sabía lo que iba a ocurrir, todo lo que pasó, ambulancia, paramédicos. Y la hija angustiada que salió de la casa frente a la parada, todo pareció repetirse.
El profesional sonrió y trató de explicar a la joven lo que podría estar sucediendo.
Buscó la manera más sencilla y mencionando a médicos que se habían abocado a este tema del dejà vú, dijo que este suceso estaría relacionado con el proceso de almacenamiento de la memoria.
—Más concretamente te diría que es un pequeño lapsus, pausa o retraso a la hora de percibir el estímulo externo y por ello te da la sensación de que ante tus ojos está apareciendo algo que ya has vivido, Alma.
—Pero parece tan real, ¿no? ¿Qué hay si existiera un mundo paralelo o si yo puedo ver el futuro, doctor? ¿Cómo se explica lo que nos ocurrió este fin de semana? Fuimos con mis padres a un pueblo en el sur. No conocía en absoluto ese lugar pero al llegar sabía que nos íbamos a encontrar con una capilla pintada de azul, que el coche se nos quedaría en medio de la calle principal, y una serie de sucesos que esperaba a que ocurrieran, sucedieron.
«Qué difícil va a ser recuperarla, pobre chica» pensó Daniel mientras miraba su reloj. Se puso de pie, cerró su cuaderno de notas y apagó el grabador.
—Alma, dejamos estas preguntas para la próxima sesión, el timbre llamó dos veces, es señal que otro paciente aguarda en la sala de espera.
—Sí, doctor —apenas respondió .
Se incorporó, tomó la mochila y observó asustada como la lámpara del consultorio empezó a titilar. Ella comenzó a temblar, su rostro palideció, las campanas de la iglesia cercana dieron las seis, inmediatamente se cortó la luz.
El médico sacó del cajón de su escritorio una linterna que guardaba para ese tipo de emergencias, de luz opaca por la poca energía de las pilas alumbró la habitación y buscó a la paciente.
—Qué problema, justo ahora quedamos en las sombras, pobre Alma, no podía pasar en otro momento —rezongó para sí.
Alma desde un rincón donde encontró refugio dijo —Y ahora va a entrar un ladrón, lo sé —balbuceó y cayó al piso presa del terror.
Desde la puerta del consultorio el fogonazo de un arma de grueso calibre iluminó la estancia.
Liliana Maddalena