Gabriela le disparó al muchacho. Fue un tiro impecable. Directo a la cabeza. Los clientes del cabaret ni siquiera repararon en el asesinato. Estaban muy ocupados en un frenesí de alcohol, tabaco, orgías y por supuesto, música.
Después de todo era 1933 en Berlín y todo indicaba que en cuestión de días aquel loco, Adolf Hitler, ascendería al poder. Había que disfrutar al máximo los últimos momentos que quedaban de la República de Weimar. Por aquel entonces la ciudad tenía cabarets y bares por doquier. Las luces iluminaban hasta el más estrecho de los callejones berlineses y abundaban las chicas que se vestían como hombres, imitando a la gran Marlene Dietrich, y los maestros de ceremonias cambiaban su atuendo de femenino a masculino con la misma tranquilidad que la orquesta interpretaba composiciones de Friedrich Hollaender. Era un hecho que, en cuestión de días, los homosexuales y los judíos no la pasarían bien. Casi se podía escuchar en los susurros del ambiente.
Gabriela se sentó frente al escenario del cabaret y pidió una cerveza alemana. Le dio un trago. A unos metros estaba el cadáver del muchacho. Los alemanes pensarían que era alguien demasiado borracho, seguramente. En poco tiempo llegó el jefe de Gabriela. Ella vestía a la moda de la época: vestido negro y largo, una diadema sobre su cabeza, tacones. El patrón de ella, con traje gris y sombrero fieltro. El hombre fue directamente al grano —¿Lo mataste?
Gabriela asintió.
—Con armas de esta época, supongo. Espero hayas confiscado todas sus pertenencias.
—No me lo tienes que decir, tengo diez años en esta chamba, Andrew. Sé hacer mi trabajo. Matar a los idiotas que se quieren tomar selfies en una época a la que no pertenecen es cosa de todos los días.
Las agencias turísticas de viajes en el tiempo eran muy estrictas. La gente del futuro podía viajar a la época que quisiera, pero tenía estrictamente prohibido mostrar abiertamente tecnología de otros tiempos. El reglamento era clarísimo: si lo cronoturistas osaban hacerlo… llamaban a Gabriela. Ella se encargaba de que no volvieran a reincidir. Ya fuera con un florete en la España del Siglo de Oro español, o con el arma que usó en ese momento: una parabellum. Todo dependiendo de la etapa histórica.
—Pinche chamaco pendejo —dijo Gabriela—. Tomarse una selfie con su celular, a unos días de que Hitler llegue al poder. La broncota en la que nos iba a meter si Joseph Goebbels veía la tecnología. En una de esas los nazis ganaban la guerra. Esos idiotas del siglo XXI quieren selfies por todo. Por eso aclaramos que si la cagan, los matamos. Yo creo que andaba muy borracho.
—Fue su última foto.
Pidieron otra cerveza, mientras miraban cómo la gente gozaba la última fiesta antes del nazismo.
Bernardo Monroy