La noche había hecho su entrada, trayendo consigo los lúgubres peligros que atormentan a las personas que tienen el infortunio de transitar por las calles a horas tan tardías. Apenas eran las ocho pero las calles del centro se veían desiertas, sólo se podían divisar las fachadas de las casas y las banquetas iluminadas por los faroles, como si aquella luz anaranjada que proveían fuera a proteger a los temerosos de la noche y sus peligros.
Yo apenas había bajado a trompicones del autobús para dirigirme a mi casa con rapidez e intentaba no lucir asustada, pues, como cada noche que salía de trabajar para ir a casa, trataba de hacer lo posible para no llamar la atención de algún asaltante, secuestrador o algo peor. Siempre trataba de cubrirme con mi recatado saco, ocultando el escote no tan pronunciado de mi blusa, pero que podría parecer provocador para algunos.
Las sombras que proyectaban los faroles cada vez que pasaba un transeúnte me provocaban cierto temor, pero eso no era nada nuevo para mí, el crecer en una ciudad con poca seguridad y el entrenamiento de supervivencia que me dio mi madre por haber nacido mujer dieron como resultado que le temiera hasta a mi propia sombra. En el camino surgieron varios sustos, primero un gato me sorprendió al saltar de unos matorrales; después un vendedor de galletas me persiguió por dos cuadras, silbándome y diciéndome lo mismo a cada paso que daba: —¡Eh, bonita! —su voz chirriante me hizo dar un respingo—, ven que no te voy a hacer nada, ¿no quieres unas galletas para el café que nos vamos a tomar en tu casa?
Por fortuna, unas cuadras más tarde se canso de seguirme, solté un suspiro aliviada, mi corazón latía muy deprisa cuando divisé a mi lado derecho a un grupo de adolescentes con semblante peligroso; estos se encontraban recostados en un auto y sabía que no me prestaban atención, pero cuando dos de ellos soltaron una ruidosa carcajada, apresuré más mi andar.
A pesar de mi estado de alerta, nada me preparó para el último peligro de la noche. Faltaban sólo dos cuadras para estar a salvo en mi hogar, cuando mi mirada se dirigió hacia el suelo y pude ver claramente mi sombra temblorosa reflejada por la luz de los faroles, me detuve en seco al notar cómo esta comenzaba a sacudirse y mover los brazos frenéticamente, mientras yo permanecía con los brazos inmóviles, sin poder creer lo que veía. A pesar de sentir como toda mi sangre se dirigía a mis pies dejándome sin fuerzas, parpadeé varias veces esperando que aquella ilusión se detuviera. Pero no lo hizo, al contrario, esta comenzó a realizar movimientos más bruscos, como si se estuviera ahogando y pidiéndome ayuda. No sabía qué hacer, el verla moverse de esa forma me resultó chocante.
De su boca emergió otra sombra más grande, tenía la misma forma que un humano exceptuando las manos, que parecían cuchillas muy afiladas, en ese momento la sombra grande se posicionó detrás de mí y de mi sombra, que se había calmado y se encontraba parada con los pies ligeramente separados y los brazos cruzados, como yo lo hacía. Aún muy asustada para correr, gritar o llorar, me volví creyendo ingenuamente que la sombra era la de uno de los adolescentes o del vendedor de galletas, pero al girarme no había nadie. Sin poder evitarlo, volví mi mirada hacía donde se encontraban las dos sombras, en ese momento la cuchilla de la segunda sombra se dirigió con rapidez hacia la mía, enterrándose en su espalda. Al sentir la apuñalada primero sentí frío y miedo, después, en cuestión de segundos sentí que me quemaba y me llenaba de dolor. De mi boca surgió un grito que despertó mis instintos de supervivencia, dándole fuerza a mis piernas que corrieron sin piedad hasta mi casa.
Corrí las dos cuadras que me faltaban, saqué las llaves de mi bolsa con manos temblorosas, entré pasando por mi jardín evitando caerme con alguna de las macetas, abrí la puerta y entré. Después, casi al borde de las lágrimas me quité el saco esperando ver algún agujero por la apuñalada, pero este se encontraba intacto. Toqué la parte trasera de mi blusa esperando encontrar sangre pero no había nada, ni siquiera sentía el dolor que sentí hacía unos minutos. Con la respiración entrecortada me dirigí temblando al sillón púrpura de mi sala y me senté abrazando uno de los cojines bordados.
Pasaron varias horas para lograr tranquilizarme, al final, el estar en mi casa con todas las luces encendidas y con el televisor a todo volumen, ayudó a que mi mente se despejara y mi miedo disminuyera, reduciendo el previo incidente a una simple confusión.
«Todo fue producto de mi imaginación» pensé levantándome del sofá, «cuando uno se asusta suele imaginarse muchas cosas raras, y esta noche fue más ajetreada de lo normal».
Me dirigí al baño para tomar una ducha con agua caliente, cuando comencé a desvestirme frente al espejo y sin poder evitarlo volvió a cruzar por mi mente aquella sombra y el dolor por la apuñalada.
Así que me paré de espaldas al espejo, suspiré antes de girarme lentamente y mirar sobre mi hombro. Mis ojos se abrieron por la sorpresa, mi rostro se ponía pálido y mis piernas comenzaban a temblar.
—¡No, no, no!
Había una mancha negra en la parte superior de mi espalda que iba extendiéndose como si fueran venas, volví a sentir mi cuerpo arder como si estuviera quemándome, conforme la sangre negra pasaba por mis brazos y piernas. Caí al suelo justo cuando la sombra, aquella que me siguió por toda una vida, surgía por debajo de la puerta de mi baño y se acercaba a mí con lentitud.
Abrí la boca para soltar un grito que nunca llegó, ya que antes de sentir cómo se nublaba mi vista y mi corazón dejaba de latir, la oscuridad me dominó…
Diana Rodríguez
(Mención honorífica del concurso Nyctelios 2018)