La canica

El melódico croar de las canicas por las telas acompañaba las notas de sus pies descalzos que levantaban polvo y trazaban huellas. En pocos minutos llegaron frente al puentecillo que para el que viene o para el que va, se yergue como la única certeza de unificación entre la colonia y el resto del mundo.

El cielo parecía algo melancólico incluso en las marismas, pero faltaban algunos minutos para el atardecer. Los manglares retorcidos y enmarañados custodiaban la entrada exhalando su inequívoco aroma salino. Siguiendo el destino, César y Víctor cruzaron. A cada paso, la madera rechinó bajó sus pies desprendiendo trozos de astilla que dibujaban ondas perezosas por el agua. Habían avanzado medio camino cuando… Crack.
—¡Aguas! —dijo César.
—¡Mi pie, ayúdame!
Pocos segundos bastaron para que el morral, presa del arrebato, cayera al suelo vomitando las canicas que traviesas, rodaron y rebotaron en todas direcciones cayendo tras un ¡PLUP! César lo ayudó a escapar de la trampa, recogiendo a su vez, las que pudo. Víctor logró abalanzarse sobre algunas, pero…
—¡Nooo!— César le miró con las canicas sobrevivientes en el cuenco de sus manos.
—¿Qué pasó?
— Mi canica, mi canica favorita… ¡la perdí!
—Lo siento mucho pero… mira salvé las que pude.
—¡Es el único regalo de José antes que se fuera a los Estados y…
—Podemos conseguirte otra.
—¡No, no es lo mismo!
—Pero está en el fondo y no veo nada —dijo César asomándose al borde.
—¡Ya se! —dijo metiendo la mano a su morral— Traje los visores y las fisgas porque pensé que podríamos pescar, pero no me acordaba. Con esto podemos buscarla, la marea aún no ha subido.
—Pero ha de estar bien enterrada.
—Sé dónde cayó…mira —dijo señalando un punto indefinido por el agua turbia.
—¡Acuérdate bien pa´ que la hallemos! ¿Sabes nadar?
César asintió.
—¡Vamos! —insistió Víctor.
—Pero…
—¿Pero qué?
—Me da un poco de cosa.
—Pero sólo es agua.
—Si, pero está…
—¿Pero qué, César? Si eres mi amigo vas a ayudarme, los amigos se ayudan.
César le miró indeciso.
—¿Vienes o no?
Trató de negarse, no le gustaba nada la idea de sumergirse en aquellas aguas verdosas, prefería las azulinas olas del mar pero no podía abandonarlo y menos ahora que lo necesitaba. Aceptó.
—¡Vamos!— metieron el resto de las canicas al morral, rodearon el puentecillo por un costado y bajaron por una rampa de tierra.
El olor a agua estancada inundó sus pulmones. Poco a poco se deslizaron hasta la orilla. Antes de entrar, descalzaron sus pies dejando sus sandalias y el morral entre las ramas. Se acercaron revolviendo el agua en sendas nubes de lodo. El suelo era fangoso y cubierto de hojas, el agua pasó de un naranja rojizo en la orilla a un profundo verde bandera. Medio segundo después, el agua les llegó al abdomen.
—¡Es aquí! —dijo Víctor calculando la distancia del tablón caído, aspiró una larga bocanada de aire inflando los cachetes y se zambulló. César deslizó el visor que le cubría hasta la frente. Miró el agua oscura, se armó de valor y llenando sus pulmones se zambulló. Como si un nuevo mundo se abriera frente a él, su vista se aclaró, miró sus manos flotando en el agua, las motas de polvo, las hojas podridas del fondo, y algunos pececillos neuróticos escondiéndose entre las raíces de los manglares. Lentamente el miedo desapareció y una sensación de libertad le corrió por el cuerpo, aquello no era tan malo.

Por espacio de veinte minutos, se zambulleron, tomaron aire, y volvieron a zambullirse, pero no hubo señales.
—¡Víctor!
—¿Qué? —tenía el agua hasta el cuello.
—Ya es hora.
—Pero aún no la he encontrado.
—Tal vez la arrastró el agua.
—¡Pero yo vi dónde cayó!
—No podemos buscar a oscuras, mañana será otro día.
—¿Y si se entierra más?
—Te conseguiremos otra—su ceño se amartillo de repente.
—¡Puedes irte si quieres, yo me quedare otro rato a buscar!
—¿Y si no la hallas?
—Vendré mañana—César se quedó pensativo—. Voy a esperarte un ratito más, pero si anochece me voy, no quiero que me regañen.
—¡Un ratito más! —dijo sumergiéndose.
César por su parte volvió a la orilla y se sentó. El cielo comenzó a desangrarse sobre las nubes y la marea a ascender melancólicamente. Una horda de zancudos se arremolinó sobre su cabeza.

Todo parecía normal, pero… sin querer miró al fondo del canal y de pronto, le pareció oír un balbuceó en el agua. Al principio no dio crédito, pero al ver mejor, las ondas se hicieron más sólidas, ya no eran balbuceos. Un dedo de hielo le atravesó el pecho, había algo ahí. Se levantó algo agitado, buscó a Víctor, no estaba, avanzó a la orilla sin apartar la vista de… Las ondas avanzaron, varios lirios giraron sobre sí movidos por remolinos.
—¡Víctor! —el agua le llegaba a los tobillos— ¡Víctor! —un mundo de burbujas saltaron a la superficie seguidos de su cara y su compañero reapareciendo con la canica en la mano.
—¡La encontré, la encontré! —miró al fondo, aquellas ondas se hicieron una flecha de agua.
—¡Sal de ahí!
—¿Eh?
—¡Sal rápido!
—¡No entiendo que…! —varios latigazos de agua salpicaron el aire, la cara de Víctor se deformó, soltó un grito, sus brazos serpentearon.
Instintivamente César se metió al agua, batiendo los brazos, acercándose lo más que pudo.
—¡Ayu…da! —estiró la mano—. ¡Ayu…! —el agua lo hundió tras una ráfaga de movimientos, apenas hubo un gorgoteo y un montón de espuma.
Invadido por el miedo, retrocedió a la orilla sin apartar la vista del agua turbia pero… Un escalofrío le caló hasta el fondo, la caricia lo tomó por el tobillo, deslizándose, apretando su carne, reclamándolo. Gritó. Enloquecido reunió fuerzas para zafarse, hubo un movimiento, un forcejeo, y luego… se soltó, llegó a la orilla, subió la rampa de tierra en dirección al puente mirando por encima del hombro la oscuridad, se desplomó en la tierra y lloró y lloró incansable oyendo el chapoteo del agua desaparecer contra las deformes raíces del manglar.

 

Emilio Marín

(Mención honorífica del concurso Nyctelios 2018)

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