Estoy yendo a visitar a mi madre, tuvo un accidente esta mañana y fue internada en el hospital. No queda muy lejos de casa, por lo que no creo perderme. Además no estoy solo, me acompaña Amelia, una muñeca Barbie que es su juguete favorito, o lo era, al menos eso es lo que Amelia me ha estado diciendo en estos días.
Todo empezó hace una semana, una tarde en la cual mi madre tuvo que volver a dejarme solo por culpa de su trabajo. Cansado de recorrer toda la casa por enésima vez fui a acostarme a su cama, aún tenía su olor. Cuando más reconfortado me hallaba, una voz me sacó de mis bellos recuerdos. “Hola ¿cómo te llamas?”. Me incorporé de inmediato y miré por todos lados, no había nadie en la habitación, sólo peluches y muñecos dispuestos en un enorme ropero. “Aquí, a tu derecha”. Giré la cabeza y allí estaba ella, solitaria sobre la mesita de noche: Amelia. Todo su cuerpo tenía esa tonalidad rosa que con el paso de los años se fue opacando, sin embargo, tenía puesto un vestido celeste bien conservado que hacía juego con sus ojos. Completaba toda su presencia su cabello rubio que, ahora descuidado, aún conservaba parte de su belleza. Me acerqué lentamente hacia ella. “¿Cómo te llamas?”, volvió a preguntarme. “Billy”, le respondí. “Hola, Billy, ¿cuántos años tienes?”. “Once”. “¿Once? ¿Y siempre te deja solo?”. Agaché la cabeza. “No estarás nunca más solo, Billy. Me llamo Amelia. Seamos amigos”. Y así fue, todos los días, mientras mamá iba a trabajar, Amelia y yo conversábamos durante horas. Fue así que me contó que cuando ella llegó a casa se convirtió en el juguete favorito de mi mami, no había sitio al cual no llevara a Amelia, pero cuanto más juguetes llegaban, menos atención recibía, hasta que finalmente fue dejada dentro de una caja de cartón, hasta el día que nos conocimos. El día que mi mamá había decidido ordenar un poco la habitación y buscando dónde meter toda la basura sobrante se topó con la caja de Amelia, la abrió y poco faltó para que decidiera que esa muñeca formara parte de los deshechos, pero los recuerdos retornaron a ella y enternecieron su corazón, dejando a la muñeca en la mesita de noche.
Las conversaciones eran al principio divertidas, hasta que se tornaron muy inquietantes. “¿Realmente quieres a tu mamá? ¿Sabías que si ella no estuviera podríamos ir a dónde quisiéramos?”. Yo intentaba no darle importancia a esas preguntas, aunque no podía evitar sentir un vacío interior al percatarme que en ellas habían dudas que yo mismo me formulé alguna vez. Por eso me dejé convencer cuando esta mañana, mientras mi madre se alistaba para salir, Amelia me dijo: “Es nuestra oportunidad. Empújala cuando llegue a las escaleras”. Y eso hice. Sólo que no murió y ahora debo ir con Amelia a terminar lo que empezamos.
Soy muy listo para la edad que tengo, sé que un pequeño como yo llamaría la atención caminando a solas durante altas horas de la noche. Así que me fui por el parque, en parte guiado por Amelia y en parte gracias a mi aguda visión. Cuando llegamos al hospital, Amelia me recomendó que ingresara por la cochera, era la una de la madrugada y el guardia encargado de vigilar ese ingreso se encontraba dormido. Sin hacer el menor ruido cruzamos el estacionamiento e ingresamos al edificio principal por una salida de emergencia. Allí fue fácil encontrar un ascensor vacío y dirigirnos al noveno piso. Mientras buscaba a mi madre a través de las ventanas al fin logré hallarla, estaba dormida. Miré a los lados por precaución, una enfermera tres metros más delante no apartaba la vista de su teléfono celular. Ingresamos.
La habitación estaba tenuemente iluminada por la luz de un farol que se colaba por la ventana. Dejé a Amelia a los pies de la cama y me acerqué lentamente hacia el rostro de mi madre. Era tan hermosa. Nunca olvidaría ese rostro, pero ella sí se olvidaba de mí. Lentamente dirigí mis pequeñas manos hacia su cuello, cuando estaba cerca me detuve, dudé. “Hazlo, Billy, ella no nos merece”, la voz de Amelia denotaba un profundo rencor y expresaba lo que yo también sentía. Mis manos aprisionaron su delgado cuello y con fuerza empezaron a apretar. Mi madre abrió los ojos y al encontrarse con mi rostro su expresión se tornó entre la sorpresa y el terror. Intentó con sus débiles manos apartar mis duros dedos, pero resultó imposible. Mientras perdía sus últimas fuerzas recordé cuando cinco años atrás había llegado a los brazos de mi madre: un hermoso y gran muñeco de madera, un títere me llamaban, pero mi madre siempre dijo que era su hijo y que estaríamos juntos por siempre, gracias a las miles de horas juntos aprendí mucho, pero al ver a mis otros compañeros inertes, inexpresivos, optaba por actuar igual a ellos frente a mi madre. Hasta el día que conocí a Amelia y vi mi futuro reflejado en el destino de ella. Los temblores del cuerpo de mi madre se detuvieron, ya no respiraba, su rostro se había tornado de un color morado repugnante y sus ojos, aún abiertos, inyectados en sangre. “Es hora de irnos”, me dijo Amelia. Pero no podía hacerlo, si me iba sería igual que mi madre y yo no la dejaría sola. “¿Qué haces?”. Subí a la camilla, me acomodé entre sus brazos y allí, en total quietud, recordé que así eran las noches perfectas, cuando ella era una madre de verdad.
Miguel Qairy Calderón Valenzuela
(Ganador del 3er lugar del concurso Nyctelios 2018)