¿Conoces la calzada Camacho? Sí, justo la que cruza con Río Merna; bien sabrás que en 1857 esa calle ya se había erigido con casonas enormes, prácticamente era una mini colonia llena de seis o siete de estas casas; el espacio que abarcaban era suficiente para haber cerrado alrededor de ellas y llamarles «zona VIP», bueno, el caso es que por aquellos días esa calle ya existía y junto con ella algunos árboles como el sicomoro, castaña o el roble común, que dicho sea de paso son árboles enormes y por su tamaño las personas creerían que no podrían coexistir en un mismo sitio, sin embargo ahí estaban, como antiguos centinelas de madera y hojas, cuidando que nadie se acercara a las residencias coloniales. Durante muchos años, realmente muchos años, las personas evitaban pasar por ahí, siempre decían que había algo “pesado” entre la calle que ahora conocemos como Merna y la Calzada. Aunque por aquellos días, la superstición y el miedo era algo que se palpaba en la tierra, en las manos y en los ojos de los vecinos. Algo llenaba el aire y nadie sabía explicar porqué.
Vinieron días difíciles, sequías, guerras, la gran revolución de 1910, matanzas a extranjeros, pérdidas de comercios, abandono de tierras. Luego comenzó una recuperación próspera por años, la tecnología del nuevo siglo estaba dominando las calles, la vida diaria; se crearon nuevas rutas de transporte, las calles crecieron, la urbanización estaba dando un giro de ciento ochenta grados; casas nuevas, asfalto nuevo, las viejas estructuras de las casonas seguían en pie, remodeladas por sus nuevos dueños o los descendientes de los viejos dueños. Y sus árboles… bueno, de aquellos imponentes centinelas ya sólo quedaban uno y medio. Durante la gran revolución varios de esos guardianes de madera cayeron ante los cañonazos o el fuego de la guerra, después, en la modernización, talaron unos cuantos más. Necesitaban más espacio, habían dicho por parte del ayuntamiento. Al final, sólo quedaba el gran sicomoro y la mitad de un castaño, el cual jamás podría volver a crecer y lo convirtieron en una “hermosa” banca de madera pura. Y el sicomoro, bueno, ese había crecido un par de metros más y aumentado su circunferencia, y terminó convertido en un tesoro nacional.
Hasta esta parte, todo normal, todo bien, todo… actual.
Después vinieron los cambios de tráfico. La calzada se volvió una de las principales arterias de comunicación entre la zona centro de la ciudad y la zona comercial, autos iban y venían, al igual que la reestructuración. Luego la vía alterna de autobuses, estos comenzaron haciendo un recorrido de seis cuadras entre la Avenida Morelos, tomando Merna, hasta la Calzada. Hay personas, incluso conocidos míos, que dicen sentirse preocupados cuando viajan sobre la calle Merna, yo pensaba que era la paranoia habitual, hasta que conocí Alberto “Beto” Canales.
Betito Canales trabajaba como soldador, había dejado la secundaria cuando decidió que ya podría mantenerse con lo que ganaba de ayudante en un taller de metales, además, pensaba, mi cabeza no da para más. A Beto no podría jamás considerársele un ciudadano modelo; tiraba basura, pateaba perros, era alcohólico, se aprovechaba de las personas en cuanto veía una oportunidad de hacerlo, a veces por el simple hecho de realizarlo. Todos los días tomaba la ruta de regreso a casa desde el taller, caminando dos cuadras hacia la calle Chapultepec, doblaba a la izquierda y tomaba Luxemburgo y una cuadra más adelante llegaba a Merna, de ahí debía andar tres cuadras más hasta la parada oficial del autobús, la cual, irónicamente, se encontraba a tres metros del viejo sicomoro. Para Beto era más cansado el tener que caminar tanto que el mismo trabajo del día, y el viaje en autobús era aun peor. La nueva crisis económica, la inflación, su crisis de mediana edad y la pobreza en la que seguía viviendo, no hacían de su vida un paseo en lancha sobre un lago apacible, más bien era como viajar en una jodida montaña rusa de ochenta metros sabiendo que no hay un final de recorrido, sino que, súbitamente, los rieles terminan y descarrilaría en un horrendo y último tramo hasta su muerte. Sí, era eso lo más cercano que se podría expresar.
Beto solía recargarse en el viejo árbol, al contrario de muchas personas, él se sentía cómodo, se relajaba en cuanto tocaba aquella madera, incluso llegaba a respirar mejor, hacía años que, él sin saberlo y a causa del sobre peso, su salud había estado deteriorándose. Pero ahí, bajo aquel árbol, él respiraba, y pensaba, y deseaba llegar a casa.
Beto tenía una costumbre al llegar a su hogar, él lo consideraba un hobby, aunque no lo etiquetaba como tal pues a su esposa no le agradaría el seudónimo, pero le encantaba molestar a su hijastro. Al punto de que este respondiera y Beto tuviera una excusa para llegar a los golpes, como si las palabras de un niño de doce años pudieran afectarle de algún modo. Pero Beto amaba esa parte, la sensación de descarga física contra aquel “pequeño bastardo” como le gustaba llamarlo. Entonces volvía en sí, respirando aquel aire tan puro bajo aquel árbol. Su momento de inspiración llegaba y con este, el autobús.
Después de muchas charlas que tuve con el propio Beto, él mismo me decía que “a veces no entendía como tomaba fuerzas para pelear con aquel mocoso, pues al salir del trabajo lo hacía tan cansado que le sorprendía”. Tampoco le tomé tanta importancia al asunto, cada persona tiene sus demonios, aunque a Beto, después de lo que pasó, pareciera que fue exorcizado y convertido en una mejor persona. No un buen ciudadano, pero sí una mejor persona.
Verás, yo tengo una teoría bastante interesante acerca del comportamiento de Beto después de acercarse a la calle Merna, “malo con malo se atrae”. Ya sé, ya sé, ahora que lo digo en voz alta suena estúpido, pero entre más lo pienso, más acertado creo estar, porque, digo, la mayoría de las personas se sienten incómodas, pero alguien como Beto no. Ok, ok Ya me darás tu opinión más tarde.
Beto, obviamente, llegó a casa e hizo lo que su corazón y alma fervientemente deseaban y vaya que la hizo en grande. El chico seguía en terapia intensiva cuando Beto, dos días después de la golpiza, regresaba del taller. Iba pensando en lo saludable que se sentía, aun cuando su mujer estuviera todo el día con el chiquillo en el hospital, había sido un milagro que no lo denunciara, pero así es el amor, mientras pensaba eso, una sonrisa con aire de maldad se asomaba por sus labios. Beto, el gordo con suerte de la calle 12 y Escobedo. Cuando llegó a la parada del autobús, volvió a recargarse en aquel árbol, respirando tranquilamente de nuevo, como si sus pulmones fueran receptores del aire más puro jamás creado. Metió las manos en los bolsillos y tocó una navaja. La Gran Sthil del jefe, había olvidado regresarla a la caja de herramientas, la observo como quien ve algo hermoso y prohibido, ¿Qué harás ahora? Pensaba con ánimo malicioso, con un susurro que parecía y a la vez no parecía ser su voz interior. “Corta” pensaba “Corta a quien sea” Beto babeo por un momento, saboreando ese pellizco de una nueva idea asomándose, entonces, como siguiendo un puro instinto, él cortó.
Sabes, después de mi plática con Beto, me interese un poco por saber más sobre la calle Merna, sus orígenes, sus primeros habitantes. Y caí en cuenta de que durante ciento sesenta y un años, en estas calles, siempre se ha escrito una historia sangrienta. Desde caciques desquitándose con su servidumbre, pasando por peleas entre pandillas, narcomenudistas o simples rivales deportivos, hasta personas como Beto, solitarios, llenos de algo malo en su interior. Pero siempre hay algo cerca de esta calle, sólo que esta vez Beto rompió las reglas.
Esta vez, sin saberlo, Beto fue un poco más atrevido. Él simplemente cortó. La idea al principio le pareció absurda, sin sentido, pero fuertemente arraigada, él necesitaba cortar. Y lo que necesitaba también, era el valor para hacerlo, hacerlo de maravilla y perfecto, sin miedos, sin tapujos, y necesitaba la fuerza que el árbol le proporcionaba, quería que esa fuerza lo acompañara a casa o en definitiva al hospital.
Así que Beto volteó, miró con atención el árbol y clavó en este la navaja Sthil, el mismo Beto sintió una punzada en la sien derecha, como un aviso del dolor de cabeza que vendría luego de una borrachera intensa, buscó una de las ramas, la que más hoja tuviera, porque, pues, si había más hojas habría más oxígeno, había pensado. Encontró una adecuada, de un solo salto la alcanzó y comenzó a bajarla estirándola, dio con lo que le pareció el racimo perfecto y estaba a punto de cortarlo cuando vio una extraña savia escurrir del tallo. No le dio importancia, la fuerza de la idea seguía ahí, tomó la navaja, sin darse cuenta del resto de savia roja que manaba de ella. Asió con la mano izquierda la rama y con la derecha comenzó a cortar, cuando, y según las palabras del propio Beto, las ramas comenzaron a enredársele, la savia parecía un moco que se pegaba a sus manos, sus dedos, a sus nudillos; las hojas, con sus pequeñas ramitas, se pegaron a la piel, pequeñas agujas de madera se enterraron bajo la superficie de la epidermis, entonces lo escuchó, una voz poderosa que no era suya, sino del árbol, un estruendoso BASTA, haciendo que Beto se olvidara de la idea de cortar y queriendo huir del lugar lo más rápido posible, pero las ramas no lo dejarían, ahora ellas querían cortar, enredarse lo suficiente y entrar en la piel, nervios y huesos de las manos, una fuerza más allá de la “poca” comprensión de Beto jaló tan fuerte que le arrancó ambas extremidades. Dejándolo en el piso, aturdido, gritando al borde de la histeria, llorando y a punto de desangrarse
Aún a estas fechas muchas personas, los doctores e incluso el mismo Beto, siguen preguntándose ¿Cómo diablos pasó eso? No hay muchas respuestas, sólo aceptar el hecho de que pasó. Por mi parte sigo con la investigación, pero eso sí, te advierto: no te acerques a la calle Merna, menos de noche, porque desde el incidente de Beto, han aparecido mucho animales muertos, cortados a la mitad o con las entrañas de fuera, como si el puro hecho de haber probado la sangre hubiera dado rienda suelta a lo que sea que haya en ese lugar.
En fin, hoy iré sólo a tomar algunas fotos del mentado árbol, quién sabe, igual y se convierte en una leyenda urbana de nuestra ciudad, ya sabes, de esas que aparecen en los libros baratos de quioscos o terminales de autobús, como el que estoy escribiendo.
Uno nunca sabe, tal vez hasta lo vea moverse o comerse a una ardilla.
Jorge Robles