La caída de Ratonburgo

A la afueras de una granja existía un viejo granero abandonado, entre cuya tablazón agujerada y la duela del piso vivía una gran cantidad de ratones de campo que habían bautizado a su hogar como Ratonburgo. Nadie estaba seguro de cuántas familias de ratones lo habitaban pero eran muchas. Como la vida de cualquier animalito, la de los ratones transcurría entre la búsqueda de alimento, protegerse de la intemperie, buscar pareja y tratar de llegar a viejo para quejarse de los achaques, de las malas condiciones del granero y la falta de respeto de las generaciones más jóvenes.

Cuando llegaron al granero, los primeros ratones se habían acomodado donde hubiera algún espacio disponible. Generaciones después se identificaban según el vecindario en el que vivían: unos eran los que ocupaban la estructura del techo, otros los que vivían bajo la tierra, los que habitaban entre los restos de un tractor oxidado y otros más los que moraban pegados a los muros. También se diferenciaban entre ellos por el color de su pelaje: aunque dentro de las mismas familias de ratones podías igualmente encontrar unos más grises que otros, en general estas características los unían cuando se encontraban en los lugares comunes. Así que a veces, cuando se hacía algún baile en el que los ratones iban a socializar, era posible que un ratón gris claro que viniera de los túneles, buscara pareja sólo entre los de ese tono, y  su hermano de cuerpo gris oscuro se hallara más cómodo entre los de su color, e incluso le negara en público el saludo a alguna prima cuyo pelaje estuviera a más de dos gamas pantone de distancia del suyo. Por supuesto, esas diferencias podían ser salvadas si eras un ratón que viviera bien acomodado en una segura madriguera en el suelo, sin importar lo deslavado de tu tono de gris, ya que en general se creía que las familias más distinguidas vivían ahí, a diferencia de los pobres diablos de los muros, marginados siempre expuestos a los cambios de temperatura. No era un secreto que muchas ratoncitas pálidas de los muros, fantasearan con que un día el mágico Ratón de los Dientes, les concediera el deseo de conocer a un guapo ratoncito negro de los túneles, que se las llevaría a vivir a lo más profundo de la tierra, en donde vivirían felices por siempre en la comodidad de una vida resuelta.

Para los ratones una de las principales preocupaciones era conseguir alimento. No es que no hubiese suficiente pasto o tallos en los alrededor, pero si realmente se quería crecer un ratoncito debía tener acceso a granos de maíz o trigo, y de ser posible, alguna bellota o de preferencia nueces o mijo. Y encontrar comida más nutritiva en el hostil entorno del campo de pastoreo y labranza no era sencillo. Podríamos sugerir que si los ratones se hubiesen organizado habrían podido escabullirse a la bien surtida alacena del granjero, pero sería contravenir las políticas de buena vecindad, de haberlas escrito alguien en la Constitución de los ratones.

Así que entre los roedores la competencia por obtener sustento solía ser feroz.

Los ratones subterráneos, que podían almacenar granos bajo tierra y defenderlos con más facilidad de los ladrones, estaban mejor alimentados y podían correr más rápido. Una creencia arraigada entre ellos era que mientras más oscuro fuera el pelo había menores probabilidades de que un azor pudiera distinguirlo de la tierra en sus correrías diarias, así que entre las expediciones de recolección mejor equipadas era común que estos fueran sus líderes, aunque no siempre tomaran las mejores decisiones. Al final, si el resultado era bueno, se encomiaba al líder, y si no lo era públicamente se podía culpar a la lluvia, al sol, a la ventisca, al viento demasiado calmo, al frío, al calor o simplemente al mal desempeño del equipo recolector; aunque entre sus seguidores, en privado y royendo su magra ración, se decía abiertamente que el guía del equipo no tenía la menor idea de lo que hacía y era responsabilidad suya.

Para una buena parte de los habitantes del granero, la filosofía de que era más sencillo conseguir alimento suficiente para uno solo que para muchos, había generado una especie de culto al individualismo. Ratones que pensaran así había en todos los vecindarios, y se contaban historias heroicas de ratones emprendedores que en una sola correría y gracias a su astucia, pero sobre todo, a tener un pensamiento positivo, habían logrado recolectar alimento para un año, un mérito que al haber logrado sin ayuda de nadie, les calificaba para no tener ninguna obligación con nadie más en el granero. Aquellos ratones ya eran parte de las leyendas que se contaban en las reuniones de fin de año, cuando los roedores se prodigaban buenos deseos para la temporada entrante, admirando en sus palabras la libertad que se podía ganar siendo más inteligente, más rápido, más afortunado y en general, más competitivo, que los demás.

La cosa era aun más complicada para los ratoncitos de los vecindarios más desprotegidos: era cierto que los habitantes de los muros, usualmente más pequeños y delgados, tenían menos éxito en conseguir buenas cantidades de alimento cuando trabajaban solos, pero debido a lo precario de su hábitat solían estar organizados en pandillas que, si la recolección no era buena, podían incluso atreverse a asaltar a algún ratón solitario que se hubiese rezagado para quitarle la ración del día. Había ratones que clamaban porque los expulsaran del granero, pero siendo honestos, cada ratón de cada vecindario se había acostumbrado a la idea de que el único ratón digno era él, y todos los demás, en cierta forma eran inferiores.

Una minoría de ratones eran completamente albinos y eran tratados con el mismo desdén que los ciegos o los cojos. Sus congéneres preferían no hablar de los ratones discapacitados nunca y pretendían que no existían. Pero de ellos no hablaremos aquí porque si los ratones no se ocupan de ellos, nosotros tampoco tenemos motivos para hacerlo.

Ocurrió un día, que llegó a los alrededores un gato viejo y mañoso, de esos que ya no tienen fuerza para perseguir a sus presas, pero que han acumulado la experiencia equivalente a haber vivido siete vidas. Desde distancia segura, tumbado al sol, el gato se dedicó a observar pacientemente la neurótica vida de los ratones. ¡Y eran tantos! Eran como una plaga, eran cientos o miles o millones o miles de millones de ratones los que pululaban en el granero. Una suculenta plaga. El gato había pasado años al servicio del granjero y sabía tanto de la forma en que los humanos lidian con los ratones, como de las formas de los gatos, y decidió que tenía el expertise suficiente como para obtener sustento tan abundante, que jamás tendría que volver a preocuparse del hambre.

Lo primero que hizo fue colocar una trampa de resorte, con un pedazo de pan como cebo, a unos metros del granero y volvió a sentarse a observar.

El terror cundió entre los ratones cuando llegaron a Ratonburgo las primeras noticias de un espantoso accidente. Nadie estaba completamente seguro de qué había pasado, todo indicaba que un ratón había muerto en una trampa. Cómo funcionaba el dispositivo o cómo había llegado ahí, era algo más de lo mucho que se desconocía: pronto la necesidad de información permitió que un sinfín de rumores corrieran de hocico en hocico entre los pobladores. Unos decían que era un ratón negro, tan codicioso que había expuesto su vida ante un aparato desconocido, por una miserable espiga de trigo. Otros que era un ratón gris claro, color de los cortos de inteligencia por naturaleza, quien había caído por accidente. Se habló de que la trampa lo había perseguido, saltando detrás de él hasta alcanzarlo de una dentellada; de que la habían construido los ratones del tractor, quienes seguramente al cabo de generaciones entre mecanismos humanos, sabían lo suficiente de carpintería, metalurgia y electrónica, como para construir un arma de destrucción masiva. Más de uno culpó directamente al granjero, quien sabiendo de las diferencias fenotípicas de los ratones de la tablazón, se disponía a exterminarlos. Pero de entre aquellos que lamentaban la muerte del ratón, y quienes hacían bromas a costa de su indudable estupidez, ninguno fue para rescatar el cuerpo, que terminó pudriéndose preso en la trampa, haciendo imposible confirmar ninguna de las versiones que circulaban.

Con mayor desconfianza entre ellos, y necesitados de certezas, los ratones se aferraron aun más a sus creencias sobre el color del pelaje y las colonias de residencia, y esto lo supo entender el gato, quien ejecutó la segunda parte de su plan: de nuevo apelando a los recursos del granjero, se hizo de una bolsa de almendras azucaradas que colocó en sitios estratégicos desde los que podía acechar sin ser detectado y atacar por sorpresa desde una distancia muy corta.

Durante aquella primera semana algunos ratones hablaban de haber encontrado en lugares apartados una almendra dulce, gracias a la cual se habían dado un banquete, pero nunca revelaban la ubicación exacta, si bien podían dar vagas indicaciones como “cerca del árbol caído” o “un poco más allá del pozo”. De lo que nadie quería hablar era del incremento en el número de ratones que no habían regresado de sus correrías en los últimos siete días. Y bueno, es que era parte del riesgo diario el que alguien se volviera el desayuno de una serpiente o un águila, o que se muere porque estaba enfermo o viejo, o incluso que simplemente sin avisar a nadie, se le había ocurrido irse a buscar un mejor lugar para vivir que Ratonburgo. Igual y no estaba desaparecido, sino que cualquier día iba a regresar tan orondo, platicando de sus aventuras por el mundo. No podía ser tan grave.

El asunto de las almendras resultó ser mejor de lo que el gato esperaba: incluso notó que estaba engordando, sólo tenía que ser paciente y racionarlas bien. La gran mayoría de los ratones anhelaban al menos probar una sola en su vida, y animados por las historias de éxito y sin intención de compartir el manjar, eran cada vez más los jóvenes que dejaban de salir en grupos pequeños para lanzarse solos a la aventura. Carne tierna con la que el viejo gato mañoso se relamía los bigotes cada vez que atrapaba a uno de los incautos y lo convertía en su botana. Incluso se sentía más gordo y con mejor salud que cuando había llegado.

Si, hubo ratones viejos que advirtieron los cambios en la sociedad de Ratonburgo, que apelaron a la unidad y a la cooperación, que señalaron como absurdos los prejuicios raciales y sociales, e incluso que llegaron a mencionar la posible presencia de uno o más gatos. Pero todos ellos fueron desdeñados por no ofrecer ni análisis completos ni soluciones rápidas; cosa que otros ratones de pelaje más oscuro y mejores referencias, parecían ofrecer, que básicamente era que si esas creencias existían, debía ser por algo, y era necesario trabajar más duro todos los días y cuidarse mejor para poder regresar con bien a casa después de una jornada productiva, ya que el único responsable del éxito de un ratón, no es otro sino él mismo.

Pero la realidad es que al cabo de varias semanas era muy evidente que cada vez había menos ratones, sobre todo de aquellos que venían de los vecindarios más desfavorecidos, aunque más allá del número aquello no era tan importante, después de todo, como esos eran los que tenían más hijos, eran también de los que habría siempre más. Al clima de desconfianza entre los ratonburgueses, se sumó una sensación constante de inseguridad, que motivó más la desconfianza incluso entre vecinos del mismo color de pelo.

Cuando ya no hubo almendras en la bolsa, el gato ejecutó la tercera y más perversa parte de su plan. Consiguió un pedazo de queso de buen tamaño, uno muy reseco y oloroso, que fuera tan tentador para cualquier ratón, que le sería imposible resistirse a él. El gato había estado observando a un ratón oscuro en particular, quien a veces salía solo y a veces acompañado. En el segundo caso, cuando lo hacía solía tener un buen número de seguidores. Tras dos meses de observación, un día en que el viento soplaba en la dirección correcta, dejó un pedazo de queso en el terreno al que solía asistir en solitario, y esperó.

Aquel ratón detectó el aroma intenso y como lo predijo el gato, no pudo evitar ir a él como hechizado. Hincó sus dientes en la corteza dura y saboreó un manjar como jamás había probado, mejor que las nueces azucaradas, mejor que un pan mohoso o que una brizna tierna de césped. Tan entregado estaba al festín, que sólo se percató del gato hasta que estuvo preso de sus garras. La enorme cara velluda de dientes enormes y monstruosas esmeraldas de pupilas hendidas se acercó al ratoncito. De sus fauces surgió una lengua roja y húmeda que mojó sus labios, pero en vez de zampárselo, le habló con dulzura: “¿Te gustó el queso, pequeño amigo? Tengo mucho más. Tengo tanto que los hijos de los hijos de tus hijos podrían disfrutar de él. Yo puedo darte todo ese queso, además de perdonarte la vida, sólo tienes que hacerme un favor.”

A partir de ese día, el joven ratón oscuro se dedicó a promover las bondades de la libre competencia entre ratones. Debían preocuparse sólo por el número uno, es decir por sí mismos, los ratones débiles o enfermos no debían ser considerados ratones, sino parásitos vividores del trabajo de los ratones exitosos. Las excursiones en grupo eran símbolo de debilidad, el futuro estaba reservado sólo para los más competitivos, lo más arriesgados, los que tuvieran el valor y el coraje de ir a los sitios más remotos, donde estaba la mejor comida. Lo que no les decía era que en esos lugares estaría siempre esperando el gato, listo para que la comida llegara a sus fauces sin esfuerzo, todo a cambio de un mísero pellizco de queso rancio que le entregaba a quien se había convertido en gurú influencer de Ratonburgo.

Esta es una fábula que cuentan algunos ratones viejos cuando el invierno es crudo y las desvencijadas tablas del granero dejan entrar el aire helado, cuando la comida escasea y los ratones más jóvenes culpan a sus padres, al granero, a sus vecinos o a los ratones que no son de su mismo color de pelo. Aunque tal vez esté de sobra decir, que la mayoría de ellos, cuando la escuchan, se encoje de hombros y se ríe en voz baja de las absurdas fantasías de los ancianos.

Después de todo, ¿quién ha visto alguna vez un gato en su vida?

 

Abraham Martínez Azuara «Cuervoscuro»

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