—¡Leo! ¿Has hecho ya los deberes?
—Aún no, mamá. Termino esta partida y voy.
—¡Tienes cinco minutos!
La voz de la madre de Leo había atravesado la puerta cerrada de la habitación rompiendo su concentración. No había manera de que entendiera lo importante que era estar al cien por cien. Hacía ya varios meses que jugaba online contra otros niños de su colegio. Con mucho esfuerzo había conseguido llegar a la segunda posición del ranking, pero Mario Balboa, el niño más odioso de su clase, estaba cómodamente apoltronado en la primera, a más de tres mil puntos de distancia de Leo. En lugar de sentirse orgullosa de lo lejos que había llegado y de la cantidad de horas que le había dedicado, su madre no hacía más que rezongar. Siempre estaba inventándose cosas para apartarlo de su objetivo. Si no tenía que hacer los deberes, tenía que tirar la basura, pasear al perro o leer alguno de los estúpidos libros que se empeñaba en regalarle. Por eso no conseguía llegar a la primera posición, porque su madre no lo dejaba en paz. Los padres de Mario Balboa siempre estaban ocupados y lo dejaban con una niñera universitaria que prefería estudiar mientras él jugaba antes que tener que estar peleando para que apagara la videoconsola.
—¡Mátalo! ¡Mátalo!
—¡Leo! He dicho cinco minutos. Hijo, de verdad no entiendo qué gracia le ves a estar todo el día delante de una pantalla.
—Tú nunca entiendes nada.
—Pues no. Ni quiero. Ese juego es muy violento. Me inquieta bastante que tu máxima aspiración sea asesinar gente.
—¡Que exagerada eres! ¡Sólo es un juego! Te lo he explicado miles de veces. El protagonista es un asesino a sueldo y cuantos más objetivos consiga eliminar, más puntos tengo.
—Lo que yo decía: es un juego muy violento. Quizá debería hablar con la asociación de padres. No me gusta nada los valores que tiene este juego. O, mejor dicho, la falta de ellos.
—¡Ni se te ocurra! Si haces eso no volveré a hablarte en la vida ¡En la vida!
—Ya veremos. Ponte a hacer los deberes o me aseguraré de que esa videoconsola termine en la basura.
—Sí, vale, ya voy.
—¡Ahora!
Leo pulsó el botón que dejaba en pausa el juego y apagó la pantalla mientras pensaba en lo injusta que era su madre. Se sentó en el escritorio de su habitación a hacer los deberes. Los hizo lo más deprisa que pudo y reanudó el juego.
—¿Has hecho ya los deberes?
—¡Siiií! ¡Que pesada eres!
Su madre entró en la habitación y fue directa al escritorio a revisar la tarea —Estas cuentas están mal y la letra es horrorosa—. Sin mediar palabra apagó la videoconsola.
—¡Noooooo! ¡No había guardado la partida! ¡Por tu culpa he perdido todos los puntos que había conseguido esta tarde!
—Menudo drama. Vuelve a hacer los deberes. Esta vez, con buena letra y fijándote bien en las cuentas. ¡Te prohíbo que juegues a la videoconsola en lo que te queda de día!
—¡Eso es injusto!
Su madre salió dando un portazo. Leo lloró amargamente la mala suerte de tener una madre como ella. Cuando se cansó de autocompadecerse decidió hacer los deberes para evitar castigos mayores. Sabía que cuando su madre se enfadaba era mejor hacer lo que le pedía o su furia no haría sino aumentar. Papá era mucho más compresivo. Era camionero. Las rutas internacionales se pagaban mejor, así que pasaba muchos días fuera.
No podía dejar de pensar en Mario Balboa y en que al día siguiente le restregaría que ya le sacaba más de cuatro mil quinientos puntos. “Te prohíbo que juegues a la videoconsola en lo que queda de día”. Aquellas palabras resonaban en su cabeza como una maldición. De repente se dio cuenta de que su madre no había dicho nada sobre la noche, así que ahí estaba la solución.
Leo salió a cenar y se comportó como un buen hijo. Vio una película con su madre y ambos se fueron a sus respectivas habitaciones. Ella leía siempre un buen rato antes de dormir, así que aguardó una hora antes de encender la pantalla de la televisión y pulsar inmediatamente el botón que eliminaba el sonido. Jugaría hasta alcanzar los puntos que había perdido. Su madre nunca se enteraría y Mario Balboa no tendría nada que recriminarle al día siguiente.
Nunca había jugado de noche. El silencio y la pantalla irradiando luz en medio de la oscuridad hacían que su mente estuviera más concentrada y ágil que nunca. En un tiempo récord recuperó los mil quinientos puntos que había perdido, así que decidió seguir aprovechando su buena racha para tratar de desbancar a Mario Balboa. Eliminó a un total de trece objetivos. Hombres, mujeres, un par de ancianos e incluso a un niño. Estaba tan concentrado que sentía que estaba dentro del juego, cumpliendo con su misión.
De pronto unos gritos le sacaron del trance en el que se había sumido:
—¡¡¡Para!!! ¡¡¡Leo, para!!! ¡¡¡Paraaa!!!
Leo estaba a horcajadas sobre su madre, con un cúter en la mano izquierda. Había sangre por todas partes. Su padre, con el abrigo puesto todavía, trataba de quitarle la improvisada arma de la mano.
—¡¿Qué has hecho, hijo?! ¡¿Qué has hecho?!
—Era el último objetivo. Ahora estoy en la primera posición.
Carmén Andrés Reyes
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