Reforma

El tipo caminaba dando tumbos por la calle haciendo malabares con las bolsas de regalos que cargaba, tratando inútilmente de acomodarse la bufanda para evitar el helado viento que se colaba por el cuello de su chaqueta. Había terminado las compras navideñas temprano, pero al pasar por una cantinucha perdida en medio de los aparadores, los puestos de piratería y moteles de cuarta, se le ocurrió matar el tiempo tomándose una copita. Una copita, o un par, tal vez tres, nada más.
Eran tiempos difíciles para todo el país, aun más para quienes como él no contaban con un trabajo formal pero si una familia que crecía año con año, casi a la par a su gusto por el alcohol. Pero este año era diferente, había tenido suerte, consiguió un trabajo de planta como velador en una empresa transnacional, así tuvo la oportunidad de comprar regalos navideños para tratar de dar una alegría a su esposa, a sus hijos, a los hijos de sus hijos y hasta algún ahijado de esos de los que uno a veces no recuerda ni el nombre.

Varias horas después al salir de aquel tugurio y regresar a la calle desierta sólo el silbato de alguna fabrica cercana y las maldiciones que escapaban de su boca tras cada intento fallido en su lucha con la bufanda, rompían el silencio que inundaba la noche. El timbre del celular lo tomó en medio de la batalla con las bolsas que amenazaban con terminar en el suelo, cuando por fin logró sacarlo del pantalón el timbre se detuvo, lo mantuvo en su mano esperando inútilmente que volviera a sonar, el teléfono se había quedado sin pila. Con un suspiro de desesperación volvió a guardárselo. Faltaban pocas horas para que fuera navidad, ya imaginaba la escena que le montarían si llegaba a casa después de que dieran las doce. Tendría que tomar un taxi. Esperó en vano a que alguno se detuviera, los bandazos que daba de un lado a otro, por los efectos del alcohol, no ayudaban mucho.
De pronto recordó: había una base de taxis del otro lado de la manzana, para ahorrar tiempo decidió tomar el atajo que le ofrecía un callejón frente a él. Imaginando lo cerca que estaba de llevar a feliz término su odisea comenzó a caminar, las escasas baldosas que conservaba el callejón se hallaban sumergidas bajo grandes charcos de agua y otros líquidos malolientes, sus paredes estaban adornadas por un extravagante grafiti en forma de dientes que aunado al hollín, el moho y sobre todo la falta de iluminación le daba un aspecto por demás bizarro.
Entre la oscuridad se adivinaban algunos pocos vagabundos y mendigos, dentro de cajas de cartón acondicionadas como techos para pasar la noche, despatarrados al azar a lo largo del callejón.

Ya alcanzaba a ver la base de taxis. Faltaban unos cuantos metros para salir de aquel nido de oscuridad cuando alcanzo a distinguir en el suelo, recargado en la pared, a un pequeño niño vestido con andrajos, tiritaba de frío y se aferraba a una manta llena de agujeros. Con el corazón encogido por la pena se detuvo y dejando en el suelo su carga de regalos, se quitó la gruesa bufanda y la chamarra; agachándose para acomodárselas al pobre niño, al inclinarse pudo ver que no tenía rostro. Cuando la mano del pequeño tocó su cuerpo se percató que tampoco tenía dedos, intento levantarse asustado pero era imposible despegarse de la mano del chico. Antes de que pudiera soltar un grito, el callejón cerró sus paredes atacadas por las caries del grafiti sobre él, devorándolo.

Minutos después de la digestión, un nuevo vagabundo abrazando unas bolsas de regalo y con una bufanda colocada impecablemente, aparecía recargado en las paredes del callejón. El callejón lo miró con orgullo, como un cazador admira un trofeo que le fue difícil conseguir y lanzando un eructo, que sonó como el silbato de cualquier fábrica, volvió a su aspecto habitual.

 

Gabriel Carrillo

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