XOR
Xor, un estudiante de intercambio de otro planeta era más fuerte, más inteligente, más responsable, trabajador, carismático, audaz, sorprendente, magnificente que los demás. Pero… siempre tenía los pies en la Tierra (a pesar de que en realidad podía levitar un poco), por eso casi todos lo querían mucho: maestros, padres y alumnos.
Varios papás preguntaban a sus hijos: ¿y por qué no invitas a tu compañerito de colores violáceos reflejantes a venir a casa mañana? Entonces a la salida se tenían que pelear por él. También los maestros siempre lo mandaban llamar para que mejor él diera las clases o explicara algo sobre su planeta natal. Sus compañeros siempre lo escogían primero en el equipo de deportes gracias a sus habilidades anti gravitatorias y sobre todo, gracias al pase largo que podía lanzar después de energizar con sus manos la pelota.
Un día un niño celoso hizo correr el rumor de que Xor venía para conquistarnos, nos estaba estudiando para preparar la invasión al planeta, venían no a esclavizarnos sino a algo peor. Mostró como prueba un libro robado a Xor que se llamaba: «Para servir al hombre», y dijo que era un libro de cocina. Xor había traducido el título con un lápiz en una de esas tardes en las que había avanzado mucho en sus estudios de español.
Todos le creyeron al celoso. Desde entonces nadie quiso a Xor, lo golpeaban, lo trataban mal, lo excluían de los equipos diciendo que ya estaban completos a pesar de quedar impares, lo empujaban con el hombro, fingían no verlo y él realmente se transparentaba un poco y su rostro se derretía cada vez más. Sentía vergüenza de ser visto, las miradas eran incisivas. Comenzó a llorar por las noches. Sus calificaciones bajaron. El mundo parecía un lugar hostil. Le apenaba el color de su piel y la forma de sus orejas, de sus ojos, de sus labios. Sus papás tuvieron que venir por él, hacer todos los trámites al lado de un niño de hombros encogidos y mirada perdida. Nadie fue a despedirse.
Desde entonces ya nadie quiere a los extraterrestres y en realidad ya es muy raro que vengan de intercambio.
VICENTE
A punto de morir recordó aquella noche de luna llena: el brebaje entre sus manos, espeso y caliente, cuyo vapor se mezclaba con la brisa húmeda del riachuelo, debía ser ingerido exactamente a la media noche y antes de la doceava campanada. Los nervios, el dolor de la quemadura en labios, lengua, garganta y en la boca del estómago hicieron que se pasara por unos cuantos segundos. Saboreó, entre la mezcla, sangre y pelos del animal en el que quería transformarse. Vicente, uno de los hombres más mujeriegos de la ciudad, ingeniero reconocido, no estaba dispuesto a desprenderse totalmente de los privilegios de la sociedad. De haber elegido la opción permanente perdería su trabajo, a sus amigos, a su esposa e hijos y cuando menos dañaría la relación con sus padres. Pero sabía que no podía alcanzar la felicidad si su interior nunca llegaba a exteriorizarse de manera física, si nunca podía ejercer su mirada verdadera.
Durante doce años disfrutó de esa libertad, una noche cada mes. La piel cambiaba su color, su textura, su aroma; el cabello y las uñas le crecían, partes de su cuerpo aumentaban y otras disminuían. Se iba a buscar a sus víctimas a la luz de la luna y debía huir antes de que el primer rayo del sol tocara la tierra. Gritos, aullidos, saliva espumosa, arañazos, todo era parte del ritual mensual.
Finalmente, al año número trece, debido al retraso en esos segundos al beber, el hechizo se rompió. Eran las dos de la mañana. Su víctima lo empujó, se puso los pantalones y salió corriendo. Vicente cayó, su cuerpo se partió por la cintura. Sus piernas dejaron de moverse mientras su torso se arrastraba en un último aliento y recordaba las palabras del brujo: ¿Y de qué animal es la sangre que me trajiste?
—De mujer.
UBER
Uber viajó en el tiempo, encontró la manera de regresar a la época de su pubertad y conservar el conocimiento y experiencias que ya tenía pero en su cuerpo pubertoso. Ahora sí podría impresionar a las chicas, parar al maestrito mamón, ser el líder de la bandita, tener mejores relaciones con su familia cercana y no tanto. Todo sería mejor, porque ya no era el mismo chico tímido que lo arruinó todo. Llegó al momento de iniciar su primer día de clases. Todo estaba perfecto. Excepto que el apodo de Calamar lo tenía desde la primaria y lo había seguido hasta entonces, pues era feo, prieto, de ojos gigantes y había tenido labio leporino. Las chicas le seguían haciendo el feo a pesar de ser muy seguro de sí mismo y saber cosas que a nadie le interesaban. Los chicos seguían siendo más fuertes que él, sobre todo en grupo y los maestros lo tachaban de sabiondo y le ponían todas las trabas del mundo. Como quiera, aún estaba a tiempo de salvar el día fatal. Sólo evitaría comer tacos la noche anterior al “suceso”: esa calamidad llamada diarrea. Sus papás insistieron mucho en que fuera con ellos al restaurante, pero por más que intentaron convencerlo no lograron hacerlo. Cenó algo ligero y se fue a dormir con la mayor tranquilidad de su vida. No contaba con que el detonador no había sido ese, sino el tamal veracruzano de la tía Justina que llevó de lonche aquel funesto día, el “Día de las medusas”.
EDGAR
La vagabunda desvariaba, suspiraba y se abrazaba a sí misma. Se sentó en unos escalones.
Edgar se apretó el pecho y sintió el fuego habitual, la furia de un demonio que habitaba su cuerpo. Había sido expulsado por un exorcista alguna vez, hace años, pero regresó con otros de su especie. Sus papás perdieron la fe y lo hicieron peregrinar por consultorios y hospitales, en donde lo tachaban de loco. Un día en una sala de espera tocó a un niño que dormía y este dio una especie de salto, como quien sueña caer de pronto. Edgar comenzó a buscar personas somnolientas en las cuales depositar sus demonios, aunque sólo lograba que se fuera uno a la vez y no siempre funcionaba. Tampoco consiguió que saliera el último de ellos, el más poderoso, que también había sido el primero. Parecía enojarse, crear tormentas de ardor en el pecho.
Pensar en la pordiosera como una víctima le causó una curiosidad inexplicable. Tenía que seguirla y esperar a que durmiera y para su sorpresa lo hizo ahí mismo. Su aroma era insoportable, tocó sus manos con repugnancia y la señora se levantó y dijo que qué hacía ahí, que era vieja y estaba perdida.
Para Edgar sólo fue una silueta borrosa que murmuraba sin sentido.
QUIQUE
—¿Dos novias, Quique? Doce años y tienes dos novias.
El padre de Estela se estaba conteniendo, su rostro era más rojo que lo normal y su mirada mucho más severa que nunca. Estela, una chica gordita y de aspecto noble, lloraba en el sillón. Era una gametariana.
—¿Crees que eso te hace muy machito? ¿Te sientes muy grande con eso?
—Yo… no sé qué decir… ¿cómo se enteraron?
—Todos en la escuela lo han visto —dijo ella quebrando la voz—, hasta el director y los de intendencia te han visto.
—Pues es que yo…
—¿Sabes cómo se llama eso, muchachito? Eso es una mamada, una pinche… mamada…
—Pues, ¿cuántas novias tenía usted a mi edad?
—No te pases, pendejín, no te pases. Yo a tu edad era un chico con honor. Yo tenía el Ke Lu Mahar listo a los once años.
—Sí, con ayuda de su poderosa familia, en cambio yo estoy sólo en la vida…
—Eso no justifica esta mamadita que estás haciéndole a mi hija. Ella merece poder formar una familia honorable y sólo porque ella te quiere demasiado, en serio, demasiado, te voy a dar una oportunidad para que arregles las cosas. ¿Cómo se llama la otra chica?
—Elsa —al decir esto Quique miró a Estela. Era tan tierna que le dieron ganas de llorar—. Ese es su nombre.
Elsa era hermosa y delgada y la plática era más centrada en grandes proyectos e ideas, como buena lanocupla que era. Su nariz era tan recta y perpendicular a sus cejas que parecía una escultura hecha con precisión.
—Si aún te queda un poco de honor hoy mismo vas a ir a hablar con ella.
Enrique se levantó exaltado. El viejo indignado cerró el puño pero se detuvo al ver la mirada decidida del chico, quien caminó hacia la ventana y suspiró ante la visión del desierto.
—En primer lugar yo sí quiero mucho a su hija. No quería sacar esto a colación pero la verdad es que la he visto hablando demasiado con un chico del colegio cercano. Es de buena casta y su familia tiene mucho más dinero y mucho mejor casta que yo.
El padre se venció en su asiento. La miró. Ella estaba sorprendida.
—Sí, pero es un oko sum. Ya saben, un solitario. Y tú sí eres un makim.
—Ya sé, es a lo que iba.
—¿Cuál va a ser tu decisión, muchachito?
—Antes de que acabe esta semana… no, ahora mismo yo… buscaré otra novia… —dijo de manera retadora.
El padre de Estela sonrió sardónicamente. Lo miró con cierto desprecio e incredulidad.
—Otra que no es Elsa ni Estela, me imagino.
—No… y lo interesante es que ya lo había decidido esta mañana. Finalmente así son las cosas del amor. ¿No lo cree?
La otra chica, una sohora, se llamaba Marisa. Ella tenía un cuerpo exuberante. Ahí no importaba la bondad ni la belleza angelical, sino los más bajos instintos que se apoderaban del chico en su despertar sexual. Después de todo ya estaba en edad de cuando menos soñar con los vaivenes de tanta carne. Marisa lo había visto y había sonreído lujuriosamente, sólo era cosa de buscar el momento adecuado, decir la palabra correcta, perseguirla. Todo se reducía a hacerla suya lo antes posible.
—Estela, Elsa y Marisa, que así se llama la sohora… y, aunque es poco común, el oko sum… juntos formaremos el Ke Lu Mahar y podremos tener hijos. Formaremos una buena familia. Una familia honorable. ¿Crees que el oko sum esté de acuerdo?
Después de todo ellos suelen morir en soledad, pensó el joven, pocos suelen formar parte de oko sums, más que nada por la apatía de los makims que prefieren a los somakines.
—Sí, me lo ha dicho —Estela se levantó y abrazó a Enrique.
—¿Marisa, se llamará nuestra sohora?
—Sí ella quiere, sí.
—Ve a buscarla, tigre.
El viejo makim le echó una mirada paternal a Enrique y asintió con la cabeza. El chico, el joven makim, salió de ahí, más decidido que nunca.
NORBERTO
Norberto había sido un chico muy tímido hasta hacía unos meses que tuvo que dar un discurso de graduación frente a todos en la secundaria. Ya hasta había conseguido novia. Ella entró a la habitación tan sólo con ropa interior roja. Ella siempre se las daba de muy santa. No lo había dejado meter mano siquiera por arriba de la cintura, pero ahora estaba ahí, frágil.
—¿Qué opinas?
Norberto dejó el control de su consola de videojuegos a un lado, encendió la luz con dos palmadas, echó un vistazo y dijo: Wow, se te ve fantástico… ese color te queda muy bien.
Ella esperaba otra reacción, que él se levantara y la tomara en sus brazos, de perdido. Salió muy decepcionada y, aunque Norberto la siguió y trató de arreglar las cosas, fue demasiado tarde.
Corrió el rumor en la preparatoria de que era gay, la escena fue recreada cuadro por cuadro en la mente de los alumnos. Debido a esto un compañero quiso estrechar su relación con él, lo que confirmó las sospechas de los demás. En cierta ocasión el chico tomó su mano. Norberto retiró la suya como si evitara la presencia de un alacrán.
—Yo pensé… que…
—No hay problema, somos amigos. Pero solamente eso.
—¿Eres asexual o algo por el estilo?
—No. Tengo un problema diferente.
—¡Ay! ¿Eres impotente?
—No, no, no… Es que… ¿te acuerdas del discurso que tuve que dar en la graduación de la secu?
—¿Quién no lo recuerda? Estuviste… fabuloso…
—Sí… es que me dijeron que imaginara a toda la gente en ropa interior para vencer los nervios… y así, los vi bien clarito a todos… pero el problema es que nunca dejé de verlos así…
—¿Cómo?
—Traes ropa interior aqua… con estampado de patos amarillos.
—Ahh…
MANUEL
Era un chico algo solitario por lo que quería, deseaba, soñaba a esa ginoide que había armado por internet. Personalizarla era parte del proceso de pedirla. Eligió los ojos perfectos, los labios, el lunar, el color del cabello, el tamaño de sus senos y glúteos. Partes intercambiables en perfecta sincronía de belleza. Desafortunadamente cuando cargaba todo en el carrito de compras el precio no era tan perfecto para su situación económica. Así, solía ponerse a cambiarle cosas y verla una y otra vez con variaciones. Lo contactaron de la empresa, le explicaron que analizaron su caso y le ofrecieron conocer una opción más a la medida de sus… necesidades. Tuvo que acudir a la sucursal más cercana a conocer los detalles. Se decepcionó. Aunque el precio era el correcto, el producto no era lo que esperaba. Pero qué chingados, ya estaba ahí y sólo tendría que renunciar a una cosa sin importancia. Salió sonriendo muy contento con una flamante y robótica mano derecha nueva.
LUIS
Sus padres eran muy callados y casi no hablaban con él, a menos que se tratara de religión. Todas las noches antes de dormir iban a la sala designada especialmente para rezar y al lado de las figuras sagradas que representaban a los dioses había otra, no figurativa. Una especie de cilindro de piedra.
—Gracias, dioses —repetía primero Luis frente a las estatuas—, por todo lo que nos has otorgado.
Luego iba ante el cilindro.
—Gracias, enemigo nuestro, por habernos ayudado a formarnos en cada momento a crecer y a fortalecernos y a pulir nuestros defectos.
Luego tenía que hacer una ofrenda de comida al cilindro que ya tenía preparada, la metía un receptáculo especial para ello. Siempre al día siguiente ya no estaba.
Un día Luis estaba solo en casa y tiró la enorme roca pulida, cayó sobre las estatuas y se rompió. Entre los escombros había un hombre asustado y al que se apreciaba que le lastimaba la luz. Estaba pálido, lleno de raspones en la piel. El hombre estaba muy débil pero logró golpear a Luis con su fuerza de adulto, lo tumbó al suelo y encontró una de las dagas que usaban para alabar a los dioses y la enterró en el pecho del niño ocho veces. Escapó.
Luis, de manera increíble, sobrevivió. Estuvo cinco semanas bajo el cuidado del médico del pueblo. Su padre le pidió perdón cuando regresó a casa, su afán de venganza había hecho que él sufriera. Él no respondió nada, estuvo en cama otras semanas más, mirando por la ventana al sol ardiente del desierto. Fue al encuentro de su padre en la sala de oración, quien lloraba de rodillas.
—No te preocupes, papá —dijo poniéndole la mano en el hombro—, mi enemigo me ha hecho más fuerte y cuando lo encuentre le agradeceré yo mismo.
ISIDRO
«La insoportable opresión de los pulmones,
las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda,
la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada,
la oscuridad de la noche absoluta,
el silencio como un mar que abruma».
Edgar Allan Poe
Isidro fue enterrado vivo. Escuchó, sin poder moverse, todo el proceso; desde su supuesta muerte hasta el último paso de los enterradores sobre la tumba. Quería decir: no, esperen, si no estoy muerto, no me entierren… terrible perspectiva la de morir asfixiado, pero había conseguido, ahorrando sus domingos, una verdadera pistola de rayos láser, y su mamá, afortunadamente, la había puesto en el ataúd antes de que lo cerraran: para que juegues en el más allá, mijito. Con ella sería fácil desintegrar la tierra. Ni siquiera había tenido tiempo de probarla, había llegado por correo, la vio sobre la mesa cuando tropezó y se golpeó la frente. Se sintió como en un sueño del que es imposible despertar. El anuncio decía que realmente funcionaba, que era parte de un cargamento robado al ejército, un arma experimental creada para acabar con fuerzas alienígenas. Comenzó a mover la mano un poco, pudo abrir los ojos y ver la más profunda oscuridad. Después de media hora casi se terminaba el aire, pero ya podía moverse lo suficiente. Abrió el paquete. Palpó el arma entre sus manos y después de un minuto comprendió que había sido víctima de la fatalidad: las baterías no estaban incluidas.
H
H era la letra en la puerta de su habitación y ese era el nombre que había adoptado para sí mismo, no recordaba ya desde cuándo. Comenzó a ver demonios, fantasmas y espectros por todos lados, atravesaban las paredes y a las personas… en estas últimas veía cómo además se quedaban en ellas, las deterioraban, las confundían, las enfermaban.
Por eso su padre lo metió ahí.
H presentía cuando este iba y observaba por la ventanilla, aunque las visitas no eran muy frecuentes. H volteaba hacia ese rostro duro y trataba de evadir esos ojos de decepción y por eso nunca se acercaba a la puerta. Su madre no solía ir, y si lo hacía trataba de no acercarse a la puerta. Lo veía con miedo, con lástima, con remordimiento…
Un día de esos en los que ambos lo visitaron algo extraordinario sucedió: lo condujeron a una sala de convivencia. H sacaba la vuelta a los seres invisibles en cada paso, o se los quitaba con movimientos rápidos de manos. Su padre fue llamado y se alejó un poco, con la sombra del odio a cuestas, para firmar unos documentos con los que al parecer, según escuchó, no tendrían que regresar nunca más. H miró largamente a su madre, a quien una mancha blanca le nublaba los pensamientos.
Ella se inclinó y le dijo en voz baja: Yo también los veo…
Jorge Chípuli