—No me mates —me pidió Adolfo Hitler, internacionalmente conocido como Adolfo el Bueno, premio Nobel de la Paz en 1950.
No rogó, ni gimió. No tenía ni una pizca de miedo. Era un tipo de convicciones fuertes. Simplemente me lo pidió. Fue como si dijera: “Cuidado, amigo, vas a meter la pata”. O “no muevas esa pieza: piensa mejor tu jugada”. Él era apenas una pieza en El Gran Juego, pero no lo sabía. Ignoraba que los Superiores Desconocidos lo habían hecho reencarnar cinco veces en el transcurso de lo que los simples llaman «Historia». Y todavía seguirían reencarnándolo.
Hitler también ignoraba que los tipos como yo no matamos. No somos asesinos. Los Superiores Desconocidos nos llaman recicladores. Y lo que nosotros reciclamos, ellos reinician y reutilizan.
Lo observé por última vez sabiendo que en una próxima etapa él quizás sería lugarteniente de un Gengis Kan del siglo treinta, un precursor de Mahatma Gandhi o un ciudadano austriaco común y corriente, empleado de correos en el siglo diecinueve. Pero ahora era un hombre bueno, Premio Nobel de la Paz, mundialmente amado. Un predicador de personalidad apacible, con un rostro que irradiaba bondad, que nunca levantaba la voz ni perdía la calma.
No soy un sádico. Por eso, aunque sabía que él no iba a entender, le dije: No te voy a matar, Adolfo. No soy un asesino. Obviamente no entendió. Él era un simple. Un títere, una marioneta.
Lo enfoqué con mi recic, oprimí el control y desapareció sin dolor.
Salí del sencillo chalet vienés en el que vivía con su esposa, la cineasta alemana Leni Riefenstahl, la ministra de Cultura de Austria. Ella estaba de gira por la India, China, Mongolia y Rusia, las cuatro monarquías más poderosas del planeta, vencedoras en la Última Guerra Mundial. Leni les iba a solicitar ayuda económica a los respectivos emperadores para la reconstrucción de la Unión de Estados Capitalistas de América, que se extendía desde Canadá hasta Argentina y había sido la gran derrotada en el enfrentamiento internacional.
Otros recicladores estaban cumpliendo en ese momento parecidas misiones en distintas capitales.
Era una noche agradable. Hice un pequeño esfuerzo para ubicarme mentalmente en la Viena de 1957.
Mi última misión había sido una semana atrás y en otra época, en la que los simples llaman la Revolución Francesa. Entré vestido de soldado a la prisión de La Bastilla y reciclé al sacerdote Donatien Alphonse François de Sade, un austero franciscano que una década después fue ungido como Papa en el Vaticano, con el nombre de Goliat V, el Peregrino.
Caminé cinco calles hasta llegar a un agradable café art decó de ambiente cálido. Entré, ocupé una mesa y me dispuse a esperar que todo desapareciera suavemente a mi alrededor.
Lo mismo les sucedería a los otros recicladores y a todos los simples del mundo. Pero a diferencia de ellos, nosotros sabíamos que despertaríamos en otro lugar y otro tiempo. Y que sería en un mundo totalmente distinto.
Eso es lo que tiene de bueno nuestro trabajo. Vamos, venimos y siempre estamos.
*
En la Nomenclatura figuro con el código 848-H-17/10/2045-Rec-JP/DCh.
Ese soy yo: 848-H-17/10/2045-Rec-JP/DCh.
Parece complicado, pero es sencillo. Les explico: 848 es el número de mi ficha, expediente o foja de servicio. En realidad, es el número de serie del chip que tengo insertado en el hipotálamo.
H indica mi sexo: hombre.
17/10/2045 es la fecha de mi reclutamiento: 17 de venusviembre de 2045.
Rec es mi ocupación: reciclador.
JP son las iniciales de mi verdadero nombre, que es portugués, común y corriente: João Peres. Jamás lo utilizo.
D.Ch son las iniciales del nombre de uso interno que elegí para el Gran Juego: Dashiell Chandler. En cada misión temporal en lo que ustedes conocen como pasado, utilizo nombres diferentes de acuerdo con lo que llaman época.
No sabemos quiénes son nuestros padres. Ignoramos si tenemos familia. Nos prohíben tener hijos. Dependemos de alguien llamado Control.
*
Antes de continuar tengo que extenderme en algunas cuestiones más.
El Gran Juego se juega desde hace siglos. Comenzó en lo que ustedes imaginan como el futuro, que para nosotros es el no-tiempo o eterno presente. Participan mis jefes, los Superiores Desconocidos, contra otros adversarios tan poderosos y lúdicos como ellos. Los denominamos Los Malignos. Pero no quiero abrumarlos con demasiados conocimientos. Los seres humanos prefieren la simpleza, lo explicable en pocas palabras. Rechazan las complicaciones para vivir tranquilos, sin percibir que en realidad se deterioran y envejecen en sus particulares agobios. No viven: duran. Nacen, crecen, se reproducen y mueren. Tienen fecha de vencimiento.
Lo que ustedes, los simples, conocen como la Historia, para los participantes del Gran Juego y los recicladores son etapas y cambian constantemente sin que ustedes lo perciban en lo que creen que es su presente. Ustedes son piezas pasivas e ignorantes de lo que ocurre.
¿Les parece duro, les resulta increíble? Bueno, es la realidad. Yo sólo lo estoy revelando, sabiendo de antemano que la mayoría no creerá ni una palabra. Son simples. Viven una existencia opaca o aparentemente notoria, exitosa o poderosa, pero en el fondo para nosotros totalmente anodina.
*
Regresé al no-tiempo unos segundos antes que Hipatia Joplin, otra recicladora que regresaba de alguna misión. Hipatia es mi amiga. Es pelirroja, me gusta y creo que le gusto, pero nunca nos hemos fusionado temporalmente. Nosotros le decimos futemp (fusión temporal) a lo que ustedes llaman hacer el amor o tener sexo.
Le dije de dónde venía y lo que había hecho. Sonrió y dijo: Vengo de la misma etapa, qué gracioso. ¿Te acuerdas de aquel judío alemán que reciclé tres o cuatro misiones atrás? Un sastre que apenas podía coser un botón o remendar un pantalón, que convertí en electricista. El que murió en el campo de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial.
Yo no recordaba. Almacenamos mucha información en nuestra memoria –nombres, lugares, fechas, acontecimientos– pero con los datos que me dio no supe a quién se refería. Pude recurrir al chip que tenemos injertado en el hipotálamo, pero no quise accionarlo. Prefería platicar con ella.
—No, no recuerdo.
—Haz un pequeño esfuerzo, Dash… aquel pobre tipo con retardo que comenzó a hablar a los tres años, mal alumno, con dificultad para expresarse claramente, electricista mediocre…
Accioné el chip. En un segundo tuve la información.
—Sí, ya recuerdo. Nacido en Ulm. Un solitario que se aislaba de los niños de su edad. Le iba mal en todas las escuelas. Unos diez años mayor que Hitler. Terminó incinerado en Auschwitz en 1943.
—Ese mismo. Por necesidad del Gran Juego recibí la orden de reciclarlo nuevamente. Fui como judía polaca en el mismo vagón de tren que lo llevaba junto con otros prisioneros al campo de Auschwitz y lo actualicé. Ahora es un genio en física, un científico mundialmente conocido. Incluso lo ayudé a plagiar los estudios de Henri Poincaré y Hendrik Lorentz, y a exponerlos de manera clara y sencilla. Si te toca regresar a esa etapa verás que es Premio Nobel de Física en 1921.
El chip continuaba suministrándome información.
—No hace falta —le dije—. Ya sé quién es: Albert Einstein.
—¡Einstein, claro que sí! —me sonrió Hipatia—. Eres un pícaro, Dash. Y sabes que eres mi mejor amigo, ¿no?
—No sólo lo sé. Puedo sentirlo.
—¿Y no sientes algo más?
—Claro que sí.
Siguió sonriéndome. Podía quedarme toda la vida disfrutando esa sonrisa.
—¿Lo crees… o realmente lo sientes?
—Realmente lo siento. Con mucha fuerza.
Suspiró y su sonrisa fue mucho más encantadora aún. Me guiñó un ojo y dijo: Nunca nos tocó alguna misión juntos. Es una pena, porque podríamos…
—Me encantaría.
—Te voy a ser sincera, Dash… Vengo agotada. Necesito darme un baño, descansar, actualizar mi chip y reprogramarme. Pero en otra ocasión… no sé, si quieres, si tienes ganas, si lo sientes…
—Sí, podríamos futempear.
Lanzó una carcajada. Fue límpida, cristalina y musical. Diez veces más encantadora que todas sus sonrisas. Y pronunció unas palabras que aceleraron los latidos de mi corazón: Hace rato que esperaba que dijeras eso.
—Y ya lo dije.
—Ahora estoy cansada y lo lamento mucho. Pero la próxima vez que coincidamos en alguna etapa o en el no-tiempo… bueno, ya sabes. Es un hecho.
Me dio un beso en la mejilla, cerca de los labios, y se fue. Hasta de espaldas me parecía verla sonreír. Dos misiones más tarde comenzamos a futempear.
*
Poco después me enteré del siguiente diálogo pantalla a pantalla entre Hipatia Joplin y Control:
—Según tu expediente conoces a João Peres desde el 29 de venusviembre de 2045.
—Sí, no recuerdo exactamente el día y el mes, pero fuimos reclutados el mismo año.
—Se hicieron muy amigos, ¿verdad?
—Sí, yo lo apreciaba.
—En la Nomenclatura figura que nunca participaron juntos en ninguna misión.
—Así es. Casi siempre coincidíamos al regreso de alguna misión.
—En tus datos y en los de él vi que recientemente tuvieron un tipo de relación más allá de la amistad. Es decir, que se fusionaron temporalmente.
—Sí, finalmente futempeamos… después de reprimirnos algún tiempo.
—Lo hicieron cinco veces, ¿verdad?
—Sí.
—Tres veces en tu alojamiento permanente, otra vez su alojamiento y una vez en la colonia de descanso en Marte.
—Sí.
—Supongo que no se habrán enamorado. No es una falta grave, pero ya sabes que eso significa que tendríamos que reciclarlos.
—Lo sé. En mi caso no hubo enamoramiento. En el caso de él, estoy segura de que así fue. Me lo dijo. Y aunque no me lo hubiera dicho, pude percibirlo. Era muy evidente.
—¿Es por eso que tomaste la decisión de informarnos?
—Sí.
—Bien. Lo entrevistaré a él para estar totalmente seguro de tu percepción. En caso de que confirme lo que dices, y estoy seguro de que así será, sabes que el siguiente paso es extraerle el chip, reciclarlo, convertirlo en simple y regresarlo a alguna etapa lejana.
—Lo sé perfectamente.
—Perderá todos sus privilegios.
—Lo sé.
—¿Y no lo lamentas?
—No lo lamento para nada. Es lo que corresponde. Lo sabemos desde que fuimos reclutados. Y yo creo que es una falta grave.
—Muy bien, eso es todo. Muchas gracias.
—Quiero agregar algo: si no hubiera sido porque él fue débil sentimentalmente, yo seguiría con esa relación que cubría mis necesidades sexuales temporales. Pero no lo lamento. Hay otros recicladores para mantener encuentros pasajeros de satisfacción física.
—Te agradezco mucho tu sinceridad.
Todo esto me lo contó la propia Hipatia.
*
Así que todo terminó para mí. Me sancionaron por enamorarme y me convirtieron en un simple.
Aparecí en Lisboa, en un espantoso inicio del siglo veintiuno. Tengo cuarenta años y fecha de vencimiento: soy nuevamente un mortal. Tuve que inventarme un pasado y falsificar documentos. Me vi obligado a trabajar: fui taxista, vendedor de antigüedades, editor del diario Correio da manhã y finalmente terminé como profesor de Historia en la Universidade Nova de Lisboa. Ahora también comienzo a tener cierto éxito como escritor de lo que llaman “ciencia ficción”. Se me da bien esta actualidad; es una etapa que conozco muy bien.
Lo malo es que en este tiempo horroroso los Malignos están ganando el Gran Juego. Han sabido mover las piezas a nivel mundial a través de los medios de comunicación, mantienen ocultos los centros del poder internacional, recurren a las sectas religiosas, manejan gobiernos como si fueran títeres y tienen el control económico de casi todos los países. Todo gracias la imbecilidad de los simples, desde luego.
Lo bueno es que existe el whisky, se consiguen las novelas de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, aún se escucha música de Pink Floyd y hay muchas playas sin contaminación.
Y, caray, finalmente estoy con Hipatia.
Les cuento. Su verdadero nombre es Mielikki Virtanen y es finlandesa. Mielikki –me explicó– quiere decir “agradable”. Ahora usa documentos a nombre de Graçea Venegas, nacida en Coimbra. Trabaja como microbióloga en el Centro Hospitalar Universitário de Lisboa Central y habla portugués mejor que yo.
Nos pusimos de acuerdo desde la segunda vez que intimamos.
Primero me denunció con Control. Después, cuando supo a cuál etapa me habían enviado, aprovechó una misión en Rusia (hizo fracasar un atentado contra Vladimir Putin) para venir a este tiempo. En Moscú –gracias a una orden directa de Putin– se hizo extraer su chip en el Hospital Militar Burdenko, lo destruyó y vino a Lisboa. Fue su última misión y la cumplió exitosamente. Al menos cumplió con los Superiores Desconocidos. Pero era necesario que después de denunciarme tuviera la certeza de mi paradero en el tiempo. Así que ahora –bueno, en lo que ustedes llaman ahora– finalmente estoy viviendo con una simple y hermosa microbióloga pelirroja de treinta y tres años.
Tuvimos que proceder así. Si al final terminaban descubriéndola y la castigaban sin que ella supiera dónde estaba yo, podrían haberla enviado a la Edad de Piedra, la Antigüedad o la Edad Media. En cambio, ahora seguiré disfrutando durante muchos años de su sonrisa… y otras de sus simples virtudes.
Roberto Bardini
No sabía que lo habían publicado. ¡Muchas gracias!
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