Desde un principio asumimos que el Ser nos llamaba. La profusión y complejidad de nuestros instrumentos no nos indicaban su posición física. Casi ciegos ante las vastas estructuras de la Ciudad y perdidos en el intrincado recorrido de sus calles, fueron necesarias varias horas de exploración para llegar a las ruinas de la Catedral. El Ser murmuraba en nuestras cabezas, algo similar a un mensaje de radio que se repetía en forma monótona, pero acuciante. Ese reclamo nos subyugaba, tomando por asalto viejos recuerdos y estimulando los sentidos. Nuestros ojos robóticos, decenas de pasos por delante, lo encontraron. Un chisporroteo de ondas invadió nuestros canales de comunicación. Al descender las gradas del enorme semicírculo de piedra azul nos topamos de imprevisto con lo no buscado, con lo inadvertido al alcance de las manos.
El cielo nos mostraba el hermoso atardecer de un planeta diáfano y antiguo, la somnolencia extrema al final de un prolongado viaje de exploración.
Avanzamos, como poderosos señores del universo, en silencio. Con las armas listas, sin seguro, los pulsadores de platino tensos y las celdas de energía a máxima carga. Los escudos de protección dispersaban la hojarasca y las cenizas detrás de la formación. La luminiscencia ambarina iluminaba nuestros rostros dentro de los cascos protectores y amplificaba nuestra visión. Extrañas historias acudían a nuestros pensamientos, invadiendo percepciones y haciendo aflorar viejos estigmas.
La Catedral, un coloso pétreo en otros tiempos de ambiciones y conquista, configuraba un anacronismo en el centro de la Ciudad. Situada en una inmensa depresión del terreno, conservaba aún decenas de viejas columnas de arenisca oscura y basalto, materiales traídos desde los acantilados que se precipitaban sobre el lejano mar de amoníaco. Muchas de las estructuras proliferaban abatidas y truncadas. Los capiteles eran curiosidades quiméricas para nuestras miradas asombradas y las graderías, por las que descendíamos con precaución, estaban desgastadas por el roce de los pies de las innumerables multitudes. Peregrinos o manifestantes deambularon por aquí durante un millón de años o más. Un aedo o algún rapsoda leproso, imaginaron hace siglos un relato heroico o un canto imposible para entonar frente a esas piedras. Los mármoles recibieron los aplausos y también el grito del vulgo o la patricia indiferencia. Seguramente acogieron los pétalos caídos de extrañas flores muertas o la sombra del brazo extendido de un funcionario de importancia.
El Ser adormecía sobre las ruinas, único legado de la historia en ese yermo escenario en el que alguna vez se enfrentaron dos facciones por el fragmento de una idea; de distinguida estirpe sus rasgos antiquísimos, comparando su faz con los frescos que divisáramos al irrumpir en los baños termales del antiguo orbe. Su figura extranjera no debe haber sido ajena a las epopeyas o a las profecías; ciertamente no pocos jeroglíficos mencionarían la crónica de su llegada a esas extrañas costas de playas negras. Su fisonomía distinta a la del noble o del soldado, su difusa barba como espuma de mar o feroz guarida de serpientes. No todos verían realmente un monstruo. Seguro, a su llegada, degustó los mejores vinos de las bodegas de la Ciudad y fue agasajado con la impronta de unas vestiduras divinas y los rayos del sol le fueron obedientes.
Suya fue también la huella en los corazones de los nuevos súbditos y en los sacrificios de los cuerpos dislocados sobre la piedra tibia. Los adeptos eran sometidos por su mente poderosa, que irradiaba gritos semejantes a ondas eléctricas que sólo estallaban en sus mentes, primitivas en comparación.
Los primeros días acaso se sucedieron como flechas. Deidades y titanes surgieron de su cópula con jóvenes seleccionadas en bestiales ayuntamientos equinocciales o en los solsticios de primavera. Hubo una batalla, casi seguro, en la que el Ser despidió desde su semblante rayos ígneos para doblegar miles de bajeles cargados de enemigos. Y hubo un día, aciago de premoniciones, en que un grupo de disconformes protagonizó un éxodo heroico por un desierto indómito para terminar bajo las garras de un autarca o un enemigo de la fe. Se construyeron en el extranjero, inmensos monumentos para otros rostros y fue olvidado el antiguo rito de venerar la esfinge o la pirámide.
Luego de años de dominación, el Ser mudó a una imagen menos pagana e hizo proscribir las imágenes y los ídolos de alabastro con su forma. Proclamó que la esencia de su doctrina podía dividirse en tres fases: terrenal, espiritual y omnipotente, y apartó de sí mismo las riquezas, consideradas pecados de vanidad, y sus vestiduras se rasgaron al igual que las del más humilde de la plebe.
Un día el Ser decidió poner fin a su aparente inmortalidad y simuló morir de forma dolosa y atroz para igualarse a la carne de sus adeptos. Fueron días de tristeza sobre una parte de ese mundo, temblores de tierra dieron la razón al desasosiego engendrado por su ausencia. En días ulteriores, discípulos fieles profanaron su tumba o su mastaba y los silencios tejieron una historia verosímil para posteriores crónicas y epístolas cargadas de sueños y vindicaciones. Continuaron los años de persecución en los que fieras y elegidos pugnaron por sobrevivir en catacumbas y arenas de venganza, en las que símbolos simples dieron la continuidad a unos pocos y el Ser, ya oculto entre las multitudes, adquirió renombre eterno por algunos milenios.
Un período de paz entre varias guerras procuró la contemplación de las nuevas ambiciones de la materia. Fueron consideradas con otros ojos las viejas ciencias; velocidad y fuerza crecieron bajo el amparo de nacientes leyes matemáticas y escarbar en el interior de un individuo, y destejer su sangre, proporcionó la sabiduría para sabotear también el poder natural del Ser. Su código fue quebrado y divulgado. Su inmortalidad, quizás irreal, fue discutida en las academias.
Discretamente comenzó el olvido de su imagen, generaciones de librepensadores diluyeron, subdividieron y desperdigaron el patronímico del Ser y su antigua doctrina. Su edad, que en las viejas crónicas superaba el asombro, fue computada y desmentida. Sus últimos dictámenes advertían de una demencia senil. Inició un oscuro culto a la autoflagelación de su propio cuerpo que terminó por degradarlo aun más. La esencia de su potestad, perdida, adormeció en pequeñas sectas y, por decadencia hacia el olvido, estas también desaparecieron. Su religión fue relegada a la oscuridad enciclopédica. La última guerra desbastó el planeta dejando al seudo-inmortal solo, bestializado en su ignorancia e incapaz de reproducir la especie que le diera cobijo. El planeta permaneció irradiado por miles de años, las especies desaparecieron.
Fue así como lo encontramos, escarbando ferozmente entre los despojos y los basurales de una civilización perdida en el olvido. Confuso y decrépito entre las graderías de la pretérita Catedral.
Como un ulterior acto, sin telón ni bambalinas, lo matamos al atardecer.
El Ser cuya forma ya aberrante y extraordinaria hubiese abominado a su progenie desaparecida ni siquiera llegó a enterarse. Olisqueaba el aire como un animal. La decisión fue unánime, el disparo de una de nuestras armas de fusión sólo le deparó un pequeño orificio en la monstruosa frente prominente. La osamenta ya era frágil como la misma hojarasca. Su cuerpo desnudo y sin joyas, permanecería por algún tiempo sobre la arena azul del planeta, hasta que la corrupción doblegara sus elementos. Nos retiramos en silencio, mísero homenaje hacia sus restos. Nosotros, los que más tarde olvidamos el instante, los que dimos muerte al dios.
Jorge Eduardo Lacuadra