Lo persiguieron por dos cuadras. Se torció un tobillo. Cayó al suelo. Ya me cargó la verga, pensó. Trató de levantarse y por un momento supuso que podría seguir corriendo, escapar. Sintió los golpes como meras señales, no le dolían, la adrenalina y otros mecanismos de su cuerpo lo impedían. Le tumbaron varios dientes a patadas. Alguien lo tomó de los cabellos y azotó su cabeza contra el asfalto. Le gritaban: vas en contra de la naturaleza, depefílico. Sólo sintió el crac en su cráneo y ya no supo nada más.
Había asistido a una cita pactada por internet. Llegó al lugar acordado, un café en el centro de la ciudad. Parecía una linda chica, vestida de rojo y con un sombrero amplio. Pero tenía las manos escondidas, eso no era una buena señal. Se alejó. Demasiado tarde. Lo habían identificado ya. Los que lo golpearon. Ya le había pasado a otros como él. Tenía que vivir en la clandestinidad y no podía revelar ante el mundo sus preferencias. No de manera abierta, cuando menos. En el hospital poco a poco fue recuperando el pensamiento coherente. Una enfermera lo atendía.
—Esos malditos me dejaron todo molido —le dijo.
—Bueno, usted tiene la culpa en realidad. Por lo que usted es.
—Sí, pues sí. Depefílico. Debo admitir que en mis tiempos era considerado normal que me gustara hacerlo de… perrito.
—¿Qué tienen de malo las otras posiciones?
—Nada… —admitió—, no tienen nada de malo…
Jorge Chípuli