I
Un Prometeo incauto nos regaló el fuego
y nos deslumbramos.
Su llama en nuestras pupilas se hizo sueño:
nos vimos con las manos grandes, llenas de oro,
domesticando nuestro mundo, gobernando.
Pusimos sangre de fuego en las casas,
luego en los motores y las armas.
Así nuestro progreso, serpiente de humo,
se fue enroscando en el cuello del mundo
y apretó lentamente, por siglos,
hasta asfixiarlo.
Arrepentidos, con las manos temblorosas,
dejamos ese cuerpo muerto dando vueltas.
Cadáver de un padre asesinado
flotando en el estanque del universo.
Nos fuimos, metimos a la humanidad entera
en un planetoide hueco de metal y luces
y lo hicimos adentrarse en la negrura;
semilla, embrión errante,
buscando un suelo nuevo donde fundarse.
Arca de Noé moderna, llena de plantas
y animales, de hijos,
de abuelos que atrasaban los relojes
huyendo de la muerte.
Lanzamos un anzuelo hacia el futuro
y esperamos.
Como una planta moribunda
asomamos nuestras hojas ya cansadas,
envejecidas de tanto viaje,
de tantos soles de invernadero artificiales.
Anduvimos tanto y no hubo nadie
en tantas puertas que tocamos,
nadie que mirara nuestras señales.
Solo entonces comprendimos:
estábamos solos.
Florecimos como una planta en una grieta;
éramos hijos de las improbabilidades.
II
Nos fuimos siguiendo a un sol viejo,
un Cronos rojo, gigante muy antiguo
que se expandió devorando varios hijos.
Cuando pisamos Drone, el planeta inundado,
la aurora verde murmuró con voz eléctrica
nuestra llegada desde el cielo.
Y los suelos respondieron:
asomaron tantas cabezas preocupadas
llenas de ojos con sueño.
Drone, el continente de suelo fofo,
era una balsa errante de gusanos,
Pangea viva y recelosa.
Bajo nuestros pies asustados,
aquel sargazo inteligente
se fue reventando:
vació sus vejigas de gas azul y aire
aullando con gritos preocupados
mientras intentaba hundirse.
Espumas, fermentos, todas esas humedades
hablaron en muchedumbre
lenguajes de agua y viento,
lanzando palabras retorcidas
que advertían no quedarse.
«Inhabitable», reportamos.
Gran cabeza de medusa verde,
lustrosa y retorcida.
Planeta grotesco y digno de olvidarse.
III
El grito de Drone nos empujó a Venera;
planeta iracundo que miramos desde lejos,
gigante sulfuroso y amarillo
que observamos en silencio.
Venera se hizo espejismo:
arquitecturas blancas y caprichosas
se alzaban por todos lados.
Por instantes soñamos,
soñamos con otros como nosotros,
con nuevos hermanos y sonreímos.
Pero eran rocas alargadas,
creciendo como muertos blancos
en un mar estéril, carbonatado.
Ahí no había esperanza
y pasamos de largo.
Solamente los niños siguieron mirando
en los telescopios;
soñando con ciudades coralinas
y hombrecitos nácar
que allá abajo miraban, fascinados,
la nueva estrella rozando su alba:
el arca.
IV
Llegamos supersticiosos al tercer planeta.
Lo sobrevolamos muchos días, por meses,
antes de besar con el arca esa nueva tierra.
El planeta, llanura de plantas
que alargaban muchos cuellos vegetales
hacia el sol debilitado,
nos bautizó de rojo:
rojas fueron nuestras manos, nuestros rostros,
y rojos, como otra raza, se esparcieron
por sus campos nuestros hijos.
Pero aquello apareció brillando un día:
bruma plateada,
como un banco de peces misterioso,
se formó en el cielo y se posó en el arca.
Aquella bruma nos palpó largamente.
Pasó sus dedos curiosos entre cada hombre,
por cada máquina y en silencio decidió:
dejó el Arca en los huesos.
Devoró todo metal que trajimos,
toda cosa formada por nuestras manos.
Luego se desprendió zumbando;
calamidad de otras edades,
antigua, inteligente como nosotros.
Ese mundo rojo y sabio
nos aceptó sin instrumentos,
sin herramientas,
desarmados.
Entonces cada hombre y mujer
se vistió de dios y sabio.
Se llenaron libros con nuestros saberes:
medicina, agricultura,
todo lo que recordamos.
Con nuestras manos sencillas y desnudas
enseñamos a domesticar el universo y las estrellas.
Ingenuos.
Habíamos llevado todos nuestros saberes,
la historia de la civilización entera encapsulada
en barras de silicio y transistores.
Así volvimos al papel y al libro;
entonces temimos
a la inundación, al incendio,
y fuimos hombres quebradizos
con manos de madera y piedra.
Así nos quedamos frente al horizonte rojo,
con nuestros animales confundidos,
con nuestras plantas asfixiadas.
El viento de los siglos nos soplaría la amnesia:
los libros se harían polvo y nuestra prole,
huérfanos sin dios ni padres,
se olvidarían de quiénes fuimos,
de nuestro lugar en las estrellas.
Civilización frágil de nuevo, agricultora,
comenzando otra vez y contra el tiempo.
Así nos quedamos a empezar de nuevo,
así volvimos a la edad de piedra.
José Salvador Armas Ruiz.
Contla de Juan Cuamatzi,
Tlaxcala, México
Texto ganador del 1er lugar en la categoría de poesía del
5to Concurso de Cuento y Poesía de Ciencia Ficción
“José María Mendiola” 2018
Se pierde la tensión, afloja. Cada nueva imagen debilita la anterior.
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