Lo observó desde la silla del escritorio, parado arriba de la cama y luego acurrucado sobre el techo del ropero con riesgo de colapso, pero sin importar el ángulo, seguía viendo lo mismo: negrura girando al compás de las agujas del reloj. Aquel agujero negro era microscópico en comparación con sus compañeros que estaban esparcidos por el cosmos, y ese, por más insignificante que fuera, se hallaba instalado en su dormitorio y ya se había tragado dos de sus libros de Stephen King. Podría haberse apropiado del diccionario de inglés o de alguna de sus novelas baratas las cuales nunca había terminado de leer porque al fin y al cabo eran todas iguales. Pero no, tenía que llevarse sus dos favoritos, como queriendo provocar.
Él no gastaría su valentía en contradecir a un fenómeno de la naturaleza, la estaba ahorrando para hablarle a la muñeca Barbie de su clase de supervivencia –obligatoria desde que se anunció el fin de la civilización–. Le lanzó un dulce de naranja en un intento por simpatizar con el invitado y este lo escupió sin siquiera saborearlo. Un ingrato. Además de meterse en su único espacio de intimidad por la madrugada, como los bandidos, y de llevarse sus libros favoritos tenía el tupé de despreciarle un regalo con tal grosería.
¿Qué hago perdiendo el tiempo acá con vos? Metió sus objetos más valiosos dentro de una caja, lejos del alcance de la curiosidad del agujero, y se fue a almorzar. Carne enlatada con agua racionada, otra vez. A su madre se le había metido en la cabeza la idea de que tenían que acostumbrarse a la vida de refugiados porque cuando alguna catástrofe los azotara no estaba dispuesta a oír quejas de “esto no me gusta”. “La carne enlatada es una mierda”. “Quiero dulce de leche”. A joderse, así eran las cosas y quién no estuviera de acuerdo bien podía morirse de hambre, pero lejos de ella, “Ni piensen que voy a ponerme a sacar cadáveres de la casa, si van a palmarse háganlo afuera, dónde no apesten”.
El Sur de América se había tornado aun más caótico de lo que ya era por naturaleza. La parte animal de los latinos había salido a flote producto de una mezcla de escasez, miedo y olvido. Se olvidaron de sus genes de homo sapiens y retrocedían con sorprendente rapidez al nivel evolutivo de los chimpancés, trepándose de los barrotes de los edificios públicos, así como si fuesen árboles, y lanzándoles aullidos a los gobernantes, que mantenían sus puestos por primera vez en la historia sin recibir un centavo para no perder la costumbre de pelearse con el pueblo, a pesar de que ese pueblo era oficialmente una manada de salvajes sin ningún criterio.
Hacía dos años la inteligencia norteamericana había anunciado la proximidad de la desaparición de la era moderna, aunque no dieron fecha exacta ni especificaron de qué forma pasaría. Fue ahí que se desató la tormenta social. Caídas precipitosas de la bolsa en todos los países, asaltos, muertes, suicidios masivos y toda clase de atrocidades provocadas por el hombre. En algunas regiones el gobierno aún quería mantener la calma y preparar a sus ciudadanos ante cualquier eventualidad, pero el desorden era incontenible. Claro que nuestro lento muchacho no conectó el anuncio de la inteligencia norteamericana con el agujero que se estaba tragando su habitación. Cuando volvió a entrar, el fenómeno se encontraba causando estragos en el orden de los muebles, los que giraban sin control y oscilaban al elevarse, siempre atraídos por la fuerza de esa negrura ordinaria. Buscó la caja de objetos valiosos y fue tal su descontento al percatarse de que habían sido engullido por ese monstruo sin corazón, empezó a blasfemar en contra de él sin importarle derrochar sus ahorros de valentía. Ni una bien le salía. El mundo cayéndose a pedazos y él sin sus libros favoritos y con la esperanza muerta de encontrar wi-fi, inexistente desde hacía poco más de un año por razones que no alcanzó a comprender del todo. “Algo está cancelando las señales desde adentro de nuestra órbita, estamos investigando qué es” fue de las últimas cosas que se escucharon en la radio.
¿Qué era lo que estaba causando aquello, además de la histeria ridícula de la gente? ¿Por qué no había señal? ¿De dónde sacaron que se iba a acabar la civilización y por qué no decían la razón? Esas y otras preguntas más eran las que no se pasaban por la cabeza del muchacho en pleno proceso de involución. Por lo menos no era tan grave como el de las personas del exterior, peleándose por una cáscara de banana en descomposición. Su humanidad estaba siendo conservada por los bríos de la localidad en la cual vivía, donde la educación –factor determinante para el desarrollo– era conservada como una joya y los alimentos no faltaban porque los producían allí mismo.
A pesar de los esfuerzos, la deshumanización se tornaba evidente y ocurría tan de prisa que no dejaba tiempo a la reflexión, solo quedaba sentarse a esperar a que lo que estaba ocurriendo terminara de ocurrir. Y eso hizo él, bajó la silla del techo y la obligó a quedarse quieta en el suelo por unos momentos con el peso extra de su cuerpo. Puso el pie izquierdo sobre la rodilla derecha y aguardó para que el agujero le devolviese sus libros, sin estar muy seguro si recordaría como leerlos cuando los tuviese otra vez. Y mientras él intentaba rescatar un pensamiento coherente de su vorágine mental, repleta de gruñidos y de necesidades físicas, el agujero se preparaba para la implosión total.
Giuliana Urbán
Me gusta la idea aunque al final pierde algo de intensidad o sopresa. Saludos
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