No —interrumpió la Bruja, apuntando con su dedo a la Muerte—.
No entregues ni un pesar a esa traidora.
Ella le acariciaba los cuernos,
le olía la piel quemada,
le ungía con saliva tras las orejas.
Ella besaba al Demonio.
Yo la vi fundirse en el infierno
y sujetar esa carne roja;
enhiesta y enorme.
Yo la vi humedecerla bajo su ropa,
arder y tomar partido,
lacerar heridos desahuciados
al abandonar su puesto,
negándoles la paz ese momento.
Yo la vi escabullirse, arrastrarse
entre la negra sombra
auspiciada por el miedo
pensando que nadie la veía,
para luego descansar
con una alegría dulce,
la paz sonriente.
Un silencio oscuro se apoderó de todo.
La luna se apagó de un tajo
y el Ángel abrazó a la Bruja,
protector y valiente.
La Muerte sujetó su guadaña
y pareció más alta y temible.
Después emitió un alarido
y mostró su huesuda mano.
Un remolino de aire frío
petrificó el ambiente
y a la Muerte
con la respiración contenida
le llegó la calma.
Divino defensor te has conseguido.
—ironizó la Muerte—, oh Bruja insensible.
¡Cuántos niños devoraste con mentiras
antes de tu primer conjuro decente!
¡Cuántos hombres no embaucaste con tus pechos
para volverlos macetas de naturaleza muerta!
No has cambiado nada.
No merece tu esfera
esa ceguera que te posee,
esa ignorancia que te corrompe
y te enmohece.
Y han sido, sin duda, tus mentiras
las que han tejido tu destino.
¡Y tú! —dijo apuntando hacia el Ángel—,
¿cómo puedes permitir semejante ofensa?
A mí, a mí que he sepultado Dioses,
razas enteras, familias respetables;
que guardo en la memoria especies olvidadas,
semillas, frutas, paladares,
amantes degolladas, Diosas,
santos, patrones, odiseas,
formas de querer extintas,
costumbres, lenguas, secretos,
reyes que murieron en batalla,
héroes que guardaron sus espadas,
leones del tamaño de un palacio,
poetas que escribían en lo oscuro.
A mí, la condenada y la elegida;
ungida con los santos y las señas,
guardiana de la llave y de la puerta;
la más remota, la primogénita de las leyes
en el amanecer de los tiempos.
¿Cómo puedes? ¿Cómo?
La Muerte entrecerró sus manos
y el Ángel y la Bruja lo entendieron pronto:
morirían inevitablemente.
Mas una Sombra brotó de las paredes
y la Muerte retrajo su embestida.
¿Quién eres? —dijo la Muerte.
Yo tengo el cuerno
y en otras épocas lo tocamos juntos —respondió la Sombra—.
¿Serás el Diablo? —preguntó la Bruja.
No —le contestó la Sombra.
La Muerte le observó, penetrante.
Y, entre más le observaba,
menos podía verle.
Entonces sopló tan fuerte hacia arriba,
que el techo salió volando
y la luna penetró firme
como una daga plateada;
curativa, incontestable.
El Alacrángel entreabrió sus alas.
Y pudieron ver su trenza rozando el suelo.
Y su cuerpo dorado y rojo, altísimo y descalzo.
¿Eres tú? —dijo la Muerte.
Yo soy Yo —le contestó.
Pero llevas dos cuernos ahora.
Ahora soy un Dios adulto.
Soy mi propio padre y soy también mi hijo.
Soy mi espíritu y mi carne.
Soy el sol oscuro y el agua viva
—contestó el Alacrángel—.
¿Recuerdas tu evolución?
—dijo la Muerte—.
Me acuerdo
—le respondió el Alacrángel—
de que llegaste puntual
y que en tu hoz
se reflejaba el hermoso paisaje estelar.
¿A qué has venido?
—preguntó la Muerte—.
He venido a tu boda
—le contestó el Alacrángel—.
La Muerte guardó silencio
y miró el cielo abierto.
El Alacrángel se aproximó al Ángel y le tomó del cuello
como si se tratara de un muñeco.
Le acarició el pelo rubio, observó sus ojos azules,
lentamente le arrancó la cabeza
y la dejó a los pies de la Muerte.
El cuerpo junto a la Bruja.
Tómalo antes de que su aureola se apague
—dijo el Alacrángel a la Muerte—
y la Bruja los miró con desprecio,
y les escupió, y los maldijo.
La Muerte abrió su boca y se tragó la cabeza.
Rompió la aureola y la insertó en su pecho.
¿ A mi boda? —preguntó al Alacrángel—.
Sí, a tu boda —le respondió
mientras destripaba con su aguijón a la joven Bruja—.
Tómala mientras su caldero está tibio —le invitó
el Alacrángel mientras levantaba el cuerpo de la Bruja con su trenza—.
La Muerte abrió su boca y, esta vez,
miembro por miembro se tragó el cuerpo de la Bruja.
Al terminar se chupó los dedos.
Lasciva y contenta.
Mi boda no está permitida.
Y no es por falta de pretendientes.
Demonios e inmortales
me han ofrecido anillos
y han insistido al hartazgo
para que acepte el compromiso.
Pero yo me he negado
—la Muerte se mostró nostálgica—.
¿Por qué? —le preguntó el Alacrángel—.
Porque no les amaba —confesó la Muerte—
Mi amor está prohibido desde antaño.
Tú eres uno de los antiguos.
Tú me viste enamorarme de la Vida.
¡Qué vigoroso era su abrazo!
Sus nubes rosas acariciantes.
Los pétalos malva de sus días primeros.
Tú me viste enternecerme
mientras ustedes se abrazaban en los jardines.
Era mi cuerpo de una carne perenne y suave.
Y no hacía falta la piel porque sus besos
tocaban el alma de las cosas.
La Vida era tan viril (aún lo es), tan penetrante
y yo era tan convincente cuando la veía
en su vestido de hierba con la mirada blanca.
Aún la amo y extraño sus besos, sus manos lisas relampagueantes,
su manera de amar como la tierra a la semilla.
Gota de agua, cáliz de sol, estrella.
Recuerdo que ustedes nos bautizaron como las Diosas Insomnes.
Conservo en la memoria prohibida cuando nuestro amor fue degollado.
Cuando éramos una sola.
Puntas de un mismo lazo encontradas en lo oscuro.
Un haz de luz en la cima del silencio.
El universo se llenó de listones para nuestra ceremonia
y una sencilla furia en forma de piedra se arrimó a nuestro beso.
Entonces, decidimos separarnos.
Eran temibles —dijo el Alacrángel—.
Lo éramos —contestó la Muerte—
No me casaré con nadie más.
¡Qué pena! —lamentó el Alacrángel—
porque poco después que un Brujo me despertara
encontré a un Demonio que te pretende
y le vi fresco y enamorado.
Lo conocí en un panteón años atrás
—dijo la Muerte mientras tomaba su hoz—
le gusté por mi corazón seco
y la armadura bajo mi ropa negra.
De él me atrajo su linaje,
su cariño impetuoso, su calor de hoguera.
Yo le daré un reposo digno,
cobijado en el sueño
y pronto se olvidará de mí
y de la boda que planea.
Un crujido, y después otro,
atravesaron la pared.
Y el Alacrángel estiró un ala
y, de un latigazo
la puerta salió volando por donde estaba el techo.
Una figura se desplomó enseguida
con el cráneo abierto y la mirada rota.
El Demonio canceló la boda por su propia cuenta
arrancándose un cuerno y hundiéndolo en su pecho.
La Muerte se apresuró a su encuentro
y le cerró los ojos.
El Alacrángel recogió el cuerpo sangrante
y lo envolvió en una sábana,
retiró el caldero que había sobre las brasas
y en lugar depositó los restos todavía tibios,
abrazó a la Muerte, extendió las alas
y se marchó a la Guerra.
La Muerte decidió quedarse un tiempo.
Tal vez las moscas se acercarían al cadáver.
Y pronto habría huevecillos. Y después larvas.
La Vida visitaría aquella casa sin lugar a dudas.
Y ella podría verle, rozar su vestido blanco.
Un haz de luz entró a la habitación
y la Muerte se inclinó y recogió las hojas secas de la Bruja
para arrojarlas al fuego.
Hubiera preferido estar ciega en aquel instante.
Pero le fue inevitable observar
el rostro de la Vida entre las flamas.
El Alacrángel llegó al Inframundo de madrugada.
Se desató la trenza. Y empezó otra masacre.
Cuando derrumbó la última puerta
vio el Patio del Sol reducido a escombros
y sobre los escombros un trono redondo de mimbre y de plumas
con ángeles mutilados pudriéndose en las orillas
¿Serás el Diablo? —preguntó—.
Y un gran Serpiente se levantó del trono.
Sí —le contestó el gran boa—.
El Alacrángel
con las manos secas
y el aguijón partido
sopló su cuerno.
Pero la Muerte se lavó las manos
y se sentó desnuda junto al cadáver
ardiente del Demonio.
Una mosca revoloteaba sobre la sangre.
Cuando la Vida se terminó de vestir.
Ya él Serpiente volaba.
Se enamoraba. Entremoría.
Carlos Treviño «Alacrángel»