Diosas Insomnes (Parte I)

‘Intlayak ik mo-katzawani in tletlakolli, aya makizkia’.
‘Si nadie se hubiera mancillado con el pecado, nadie moriría’.
Anónimo —El guerrero azteca—

I

Vaticinaba la Bruja:
El tiempo devorará al espacio
y el hijo de ambos nacerá muerto.
El hombre hilvanará al hombre,
su lápida, el caos.
Montes de cadáveres de estrellas.
Apilados espíritus filosos. Almas.
Todo quedará vacío, llano.
Un silencio inexpugnable cubrirá los días.

Saca de tu caldero mis contratos.
Oh, Bruja torpe —replicó la Muerte—
Nadie merece su destino:
ni el infame hombre del imperio
ni los Dioses mugrosos vengativos.
Todos dormirán sobre mi almohada
como pájaros insomnes del olvido.
Atrás recuerdo
tribus de mensajeros dóciles
amándose sin morbo
en los jardines.
Yo los vi
y mis cuencas se llenaron de carne
y mi guadaña se enterneció firme.
¡Ah, cómo extraño esas noches¡
¡Sus nubes rosas acariciantes!
¡Ah, qué viriles los besos de la Vida!
¡Qué vigoroso era su abrazo!
¡Ah, cómo extraño esas cosas!
Vete, oh, Bruja, con tus augurios
al jolgorio del Aquelarre.
Enséñales tu pecho a los jóvenes brujos;
ellos también son hombres,
ellos también olvidan.

¡Ah, qué tentadora vereda!
—contestó la Bruja,
tan femenina sin duda—.
Búrlate de mí tras tu capote.
Sin duda que tu pecho
es arte mayor,
arcano y párvulo
como el amor de las campesinas vírgenes
que le rezan al Dios pagano.
Envaina ese semblante.
Ni en me caldero cabe tu guadaña,
ni existe pentagrama que te agreda.
Las dagas que desenfundan tu zarpa
son del duelo del león con la sirena.
No hay espanto en el quebranto de una Bruja
que duerme con los ojos bien abiertos.
Los momentos de entregarse al acertijo
son las frutas que se esconden en mi esfera.

La hoguera te vea llorar —gritó la Muerte—.
Bien te aseguro que el garrote del Verdugo duele.
El resplandor de la horca esconde
el escozor de pasados tormentos.

Si viola el violador es culpa tuya
—recriminó la Bruja, herida y con los ojos hinchados y rojos—.

Arcana es esa duda —precisó la Muerte—.
La recuerdo bien porque llegó después de los primeros ídolos,
cuando el hombre despertó su primitiva conciencia.
Y yo no soy culpable.
Si el hombre es mancha voraz,
es porque el hombre se conoce.
Y si inventa Dioses a menudo,
es porque sabe que Dios lo dejó solo.
El hombre está solo.
Y el hombre no se soporta.
Ahí la mujer, puente y carreta,
cuerpo que le traslada y que le eleva,
le ilusiona y le recrea.
Se siente menos hombre. Se miente.
La gran miseria del hombre es no permanecer.
De allí su tristeza y su alegría.
Yo le espanto y a la vez me envidia.
(porque a la vez que mato, permanezco)
Su placer es engendrar. Sembrar semilla. Permanecer.
No me culpes de pecados extranjeros.
No son pasajeros los agravios a mi investidura.
Si sigues desnudando mis augurios
te aseguro que te llevo antes de tiempo.

Desvanece ahora mismo tu presencia
—intervino el ángel—. Ay, Dama del silencio.

No —respondió firme la Muerte—.
No puedo. No así.

¿Qué puedo hacer entonces,
Señora de la Noche,
para tener la custodia
de esta Bruja condenada?
—matizó el Ángel—.

Nada —aseveró la Muerte, convencida—.
No hay algo que tu desnuda imagen pueda hacer.
Antaño le pedí a esta joven
que abdicara de su escoba y de su esfera.
Antaño le ofrecí conservarse más tiempo,
pero ella, miserable, posó la vista de su caldero
en las blandas labores de mis días que vienen
y grabó los rostros en hojas secas.
Semejante falta de respeto
no pasaré por alto.
Soy sagrada, inexorable.
Ella morirá. Lo he decidido.

Arráncame un ala —rogó el Ángel—.
Arráncame un ala si quieres, y yo,
para calmar tu sed,
te entregaré mi piel con su escoba y su caldero.
Arderá todo como en las arcanas piras
que te veneraban.
Como los pebeteros que te consagraban
en cuerpo y alma.
Pero dame su custodia,
te lo ruego, —dijo, mientras llevaba su temblorosa mano al pecho—.

(Continuará)

 

Carlos Treviño «Alacrángel»

 

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