Ramón arrojó su maletín y su saco apenas entró a su departamento. Se quitó los zapatos mojados y fue directo a la cocina por algo para cenar; moría de hambre desde que había salido de la oficina, pero de haber comprado algún bocadillo no hubiese completado para el pasaje del segundo autobús. Abrió el refrigerador y husmeó dentro anhelando encontrar algo de comida, aunque él bien sabía que estaba vacío. Fue a la alacena, tomó el pan y la mermelada, preparó algo de café y se sentó a la mesa con Dalia para cenar lo mismo de todos los días.
—Deberías ir al súper —masculló Ramón con la boca llena—. Nos estamos quedando sin comida.
Dalia le miraba en silencio.
—Está bien —tragó—. Iré yo. ¿Se te antoja algo en especial?
Dalia no respondió.
—Entonces traeré lo mismo de siempre. Por cierto —mordió su pan—, mi jefe insiste en que deberíamos salir a cenar con su esposa. ¿Tú qué dices?
Ramón terminó su café de un solo trago y se levantó de la mesa.
—Piénsalo —le dijo con cierta amargura—. Me voy a la cama. Estoy agotado —le besó la frente—. Buenas noches.
El viento lanzaba la lluvia contra las ventanas mientras del otro lado la condensación nublaba los vidrios. Un relámpago hizo titilar la noche, seguido por el rugido de un trueno que hizo eco en las ventanas. Ramón se acurrucó debajo de las cobijas para alejarse del frío, de la tormenta y de los alaridos de su estómago que le recordaban su miserable cena. Pero no pasó mucho para que finalmente se diera por vencido y saliera de la cama. Reacio a encender la luz para no alejar aun más el sueño, el hombre entró en la cocina dando tumbos hasta la alacena, sacó el pan y la mermelada y tomó un cuchillo. Untaba una rebanada de pan casi a ciegas, cuando un trueno lo tomó por sorpresa e hizo que el cubierto saliera volando de su mano.
Ramón gruñó irritado y se agachó por el utensilio. Tanteaba el suelo a oscuras, cuando un relámpago iluminó un par de pies pálidos justo delante de él. Un horrendo escalofrío le recorrió la espalda al compás del trueno haciéndole estremecer por dentro. No podía moverse; no quería moverse. Ahogados sollozos de terror escapaban de su boca acompañados de lágrimas de pavor que rodaban por sus mejillas. Una mano fría le levantó el rostro con delicadeza, y un par de labios duros y resecos le besaron con ternura para luego susurrarle al oído: Me encantaría ir a cenar.
Ramón fue encontrado en su departamento cuatro días después de no presentarse a trabajar. La policía resguardó el área pero no estaba muy segura si tenían algo qué investigar. No había cerraduras forzadas, ni señales de lucha; sólo un tipo desnudo sobre su cama, muerto de un paro cardíaco mientras tenía sexo con un maniquí.
Michel M. Merino
Buen final, inesperado. Le da la vuelta totalmente.
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Gracias, Julián. Saludos.
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