El lugar a donde habían arribado era redondo; estaban dentro de una gigantesca burbuja de agua rodante y platinada que mostraba su paraíso: Frutos que pendían de las algas como racimos de uvas, pero no eran uvas, eran otras delicias que las niñas jamás habían comido; las algas las invitaban a probar porque mecían sus racimos frente a ellas como diciendo: Tienes hambre, vamos, come un poco de mí. Las tres se precipitaron diciendo «Descansemos un poco, dejemos de cantar, vamos a comer porque estas esferitas se miran deliciosas», aseguró Vriolet.
—Yo ya estoy comiéndolas —dijo Jazmín.
—Estoy hartándome —comentó Eleonora con la boca llena.
Y buscando dónde sentarse no sólo comieron esos frutos sino también degustaron los camaroncitos de río que por ahí pasaban y se dejaban pescar. Eran deliciosos todos esos frutos de río pero las frutillas no tenían dulzura, más bien estaban tan saladas como el agua que a todos rodeaba. Esos frutos al comerlos tronaban como cacahuates salados y les provocaron sed. Se dieron a buscar algo líquido que estuviera dentro de ese líquido. En ese preciso momento llegó un caracol gigante que con su voz parecida a un eco majestuoso. Aseguró: Por allá, hay una cascada de agua dulce a la cual se le puede agregar la miel que segregan por sus vientres esas estrellas de mar.
—¿Cómo sabes que tenemos sed? —preguntó Vriolet.
—Porque todo el que come verdinas, la tiene.
—¿Verdinas? ¿Así es que se llaman estas frutillas? —le cuestionó Jazmín.
—Se llaman verdinas y provocan sed —fue la categórica respuesta.
—Guíanos hacia la cascada —ordenó Eleonora.
—No, eso es muy peligroso —dijo el caraclo—; pero ustedes son tres, se acompañarán y se cuidarán no sólo de las espinas de los erizos venenosos sino de los tres precipicios guardados por el Diábolo Mayor.
—¡Qué miedo! ¿Cómo es ese Diábolo Mayor? —preguntaron al unísono.
—Tiene espinas, las más punzantes espinas que existen en el agua del mar o de cualquier río y sabe arrojarlas a distancia, sin embargo eso no es lo más peligroso que tiene el Diábolo Mayor… —una pausa desesperante hizo el caracol— lo más peligroso de ese ente son sus encantamientos… sabe lanzar maldiciones a cualquiera que lo desafíe o a cualquiera que no sepa obtener su amistad.
—Yo no voy —aseguró Jazmín—, yo ya me voy a salir de esta inundación.
—No podrás —afirmó el caracol gigante—. No podrás porque ya comiste verdinas, son venenosas y el contraveneno es precisamente el agua de esa cascada endulzada con la miel de las estrellas de mar. Las tres, deberán apresurarse para beber el contraveneno.
—¡Tengo sed! —gritó Eleonora.
—¿Por dónde iremos? Guíenos por favor, señor caracol —rogó Jazmín.
—Irán para allá y luego para allá y al final deberán dirigirse por ese otro lado —dijo el señor caracol accionando su cabeza coronada con cuernos salpicados de ojos.
Las tres niñas que no estaban bien educadas o bien, tenían muchísimo miedo porque se les olvidó dar las gracias por sus gentilezas al señor caracol y precipitándose, corriendo, se dirigieron a donde aquel por vez primera señalara.
Oyeron un eco pavoroso como lleno de enojo, el eco preguntaba: ¿Quién osa caminar en mis dominios? ¿Quién con su plebeya planta viene a interrumpir mis meditaciones? En un primer impulso las niñas trataron de esconderse pero ¿dónde? No había lugar alguno; todo era agua verdosa, la que había perdido su transparencia años atrás. Vriolet, la más valerosa, dijo: Estamos aquí, por favor ayúdenos, estamos envenenadas por comer verdinas.
El que preguntaba era el Diábolo Mayor quien mirando a las niñas y analizando su candor, tomó a la primera, a Jazmín, y tomando vuelo la elevó y la aventó muy lejos de sí; tomó a Vriolet e hizo lo mismo, con fuerza la precipitó muy lejos y tomando a Eleonora que gritaba a más no poder con muchísima fuerza la alejó de esos lares. Cuando las niñas dominaron su sorpresa, se vieron juntas y rodeadas por muchas estrellas de mar y al pie de una cascada color de rosa ya sabían qué hacer: bebieron calmando su angustia y su sed.
El Diábolo Mayor tenía una muy buena razón para desenvenenar a las niñas: Se las quería comer. Una vez que vio que las pequeñas estaban sanas, se presentó ante ellas haciendo gala del favor que les había hecho. Vriolet tomó la palabra acercándose a su bienhechor: Sabemos que usted, Señor, es el Diábolo Mayor; también sabemos, Señor, que usted nos salvó de la muerte y le agradecemos el excelente servicio. Ahora nos toca a nosotros corresponder su favor. Díganos, Señor, ¿cómo podremos retribuirle?
Quizá fue el tintineo de la voz de Vriolet o quizá la cadencia con la que hablaba, lo que más asombró al Diábolo Mayor quien, mirando a Vriolet y acercándose a ella, le enseñó las fauces. Vriolet sacando de su memoria una frase poderosa, comenzó a canturrear: El Puente de Londres está ahí, está ahí, ahí está… las tres cantaban y las tres huían; a ratitos corrían, a ratitos nadaban pero no dejaban de cantar; en tres minutos el Diábolo Mayor las alcanzó, las abrazó y Eleonora accionando su reata la enredó como bola y la precipitó en las fauces de aquel ente maligno.
Todo llegó a un término, así, de repente, todo desapareció… las niñas dando rápidas brazadas salieron del conducto, llegaron al remanso nadando hacia arriba y pudieron respirar una grandísima oleada de aire saturado de oxígeno. Alcanzaron la orilla y fue entonces cuando Eleonora se puso a llorar porque su reata, había desaparecido. Sentadas en el pasto de la orilla y tiritando, trataban de retrenzar sus cabellos empapados, entonces fueron localizadas por las potentes lámparas accionadas por los gendarmes que llegando a ellas gritaban: “Aquí están, aquí están las tres niñas”. Llegó a ellas una multitud: Gendarmes, familiares, vecinos, a la hora en que el somnoliento sol se despertaba, desperezándose y muy enojado porque no podía traspasar con sus rayos la gruesa sábana de nubes que a Londres cubre casi todo el año.
El Big Ben dio ocho campanadas matutinas, en medio de las cuales las niñas aseguraban en voz alta: El Puente de Londres no se va a caer… no se caerá, no se caerá… el Puente de Londres no se caerá… porque hecho de oro y de plata está.
MORALEJA: Loor a la niñez.
Hugolina G. Finck y Pastrana