La Cantaleta – Parte 1 de 2

Tres niñas han desaparecido; buscarlas será difícil porque la densidad de Londres las envolvió en su bruma cotidiana, gris y quizás, el Río Támesis ya las tenga abrazadas en sus frías aguas.

Un sol adormilado y pesaroso esconde entre las nubes su hastío, ya no tiene agallas para alumbrar al mundo, ya hasta se ha quedado sin melancolía. Mira a la Tierra que recorre año con año una ruta fija; el aburrimiento lo devora, está harto de tanta apatía. Sol, se vistió con una capa de tedio y con hosco gesto quiere dormir porque la Tierra ahora le muestra un país, del todo gris; es una isla majestuosa bañada por el Mar del Norte donde una capa constante de nubes no lo deja mirar, ni de reojo, el ajetreo del vivir; por eso el Sol, cuando la Tierra le presenta este panorama, sólo se pone a oír:

El Puente de Londres se va a caer, se va a caer, se va a caer… el Puente de Londres se caerá, se caerá, se caerá… hecho de barro y de paja está… así no brilla ni brillará… hecho de hierro y de cobre está, pero no dura ni durará. El Puente de Londres se va a caer, se va a caer, se va a caer…El Puente de Londres se caerá, se caerá, se caerá.

Eran tres niñas las que cantaban mientras brincaban la reata; en su cantaleta una, miraba al cielo y accionaba la cuerda por un extremo; otra miraba el puente y de la otra punta accionaba y la tercera mirábase los pies porque era la que saltaba y no quería perder. La que brincaba se llamaba Jazmín; la dueña de la reata era Eleonora y la niña que miraba el puente se llamaba Vriolet. Cuando Jazmín llegó a los trescientos doce saltos ininterrumpidos, le tocó el turno a Eleonora, pero Vriolet interrumpió:

–Mejor vámonos al puente, a mirar los pececitos.

–Sííí… -dijo Eleonora- ya me aburrí de saltar.

Caminaban a saltitos, con ese paso femenino propio de las niñas; ahora casi bailaban y llegando al puente, dijeron en coro:

El Puente de Londres se va a caer, se va a caer;  no mi dama, no mi princesa… porque lo construyeron…. para la realeza.

Era la hora de la luz más mortecina ya que el Sol se acomodaba de lado en un camastro para dormir; era por eso que los peces despertaban, esos peces llamados solla-roja y apellidados Támesis.

Los peces comenzaron a brincotear y las niñas a mirar y admirar. Dijo Jazmín: “Bien podríamos meternos al río y mover la reata para que los peces la salten” se miraron las tres muy sonrientes, tenían la seguridad de que era una magnífica idea; llegaron al comienzo del puente buscando una entrada que las llevara a la orilla del río Támesis, desde donde podrían, aún no sabían cómo, accionar la reata, moverla combada, dentro del agua helada, para que los peces la brincaran; se verían primorosos esos rojos peces, saltando la reata. Las niñas no caminaban, corrían buscando un buen lugar y encontraron un pequeño remanso donde el agua se metía a estacionar por un rato formando una gran espiral platinada; un farol cercano alumbraba al río, convirtiéndolo en espejo.

Vriolet tomó la reata por una punta y le dijo a Eleonora:

–Tú, párate por allá, toma la otra punta.

–No acciones la reata rápidamente porque nos caeríamos.

 –Despacio, muy despacio la moveremos para que los pececitos salten.

Comenzaron a combarla y los peces a saltar, los peces estaban felices y las tres niñas también; asombradas y dichosas, cayeron dos al río; el agua helada del Támesis nocturno las abrazó con su frío. Vriolet alcanzó a gritar: “Dame la mano Jazmín” y Jazmín, la que no había caído, queriendo también jugar, se lanzó al agua. Era la hora en que la oscuridad invadía Londres y sólo la luz naranjadiza  de los faroles alumbraba una torre adormilada cuyo reloj somnoliento marcó las ocho de la noche.

En aquellas aguas tranquilas, las tres niñas llegaron hasta el fondo y comenzaron a ver maravillas: Las paredes del remanso estaban forradas de lama verde que amarilleando dibujaba signos abigarrados que se veían como si estuvieran orlados con el más fino encaje. Las niñas contemplaban estos prodigios mientas los peces se paseaban entre ellas. A Eleonora se le ocurrió ir a tocar aquellas paredes que habían sido pintadas por la más creativa de todas las muralistas: La Naturaleza. Caminaron por el fondo, llegaron al muro y Eleonora puso sus manos en aquella prodigiosa pared que dejó entrever un pasadizo azul, relumbrante, tan atractivo que las tres niñas se metieron por él. El reducto ora bajaba, ora ascendía y en su recorrido mostraba ramajes de corales incrustados en sus muros. Una melodía salía de más allá de donde terminaba el pasadizo y era tan agradable que las invitó a continuar caminando rodeadas de agua pura y burbujeante. Una lira cantaba y un arpa la acompañaba:

El Puente de Londres está ahí, está ahí, está ahí El Puente de Londres me mira a mí, me mira a mí, me mira a mí. El Puente de Londres es de platino Viste de sedas, viste de armiño. El Puente de Londres tiene princesas Que lo caminan, que son realeza.

La lira tocaba y cantaba, el arpa también, e invitando a corear, a las niñas llamaban. Contentas y entusiasmadas comenzaron a cantar y llegaron tres cardúmenes de peces luminosos; los primeros despedían luces azules con sus abdómenes; los segundos rayos naranjadizos con sus cabezas y los terceros, rayos color violeta con sus aletas caudales. Así fue como quedó bien conformado el espectáculo. Los instrumentos exhalaban armonías, las niñas a ritmo cantando y los peces en armonía como candilejas bailando.

(Continuará)

Hugolina G. Finck y Pastrana

 

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