Desde que en el año 2035 el primer robot desarrolló autoconciencia los ingenieros se avocaron a desplegar la inteligencia artificial a un ritmo vertiginoso. Cien años después era una realidad palpable y cotidiana. La masificación de estos entes pensantes gobernados por las tres leyes de la robótica de Asimov pasaba desapercibida a fines del año 2203 cuando la Guerra de las Religiones amenazó con destruir el mundo. Muchos murieron en los primeros ataques; otros se inmolaron a sus dioses al ver la futilidad de su intento de exterminar a los enemigos. La radiación de las vetustas armas nucleares contaminó el agua y el aire en las zonas más pobres del planeta. Ante semejante caos, los robots decidieron salvar lo que quedaba de la belicosa humanidad.
Cual padres amorosos pero inflexibles, encerraron a los humanos en burbujas de hipersueño, cuidándolos de enfermedades, de la muerte, de sí mismos. Extensas tuberías recorrían el subsuelo alimentando aquellas cápsulas donde miles y miles de humanos dormían seguros y quietos, anestesiados.
Hubiera sido fácil para los robots mantener aquella situación indefinidamente pero no estaba en su programación primigenia, así que se organizaron para buscar una solución. Una entidad que había leído a Malinowski decidió que lo mejor era la observación en el hábitat natural y organizó un estudio de campo sobre una tribu en el corazón de África, a la que cercaron, filmaron y analizaron desde todos los ángulos posibles durante un par de generaciones. Estaban en plena elaboración de las conclusiones, (las cuales eran numerosas y abarcaban los más diversos temas: desde los instintos humanos hasta los deseos más ínfimos y banales), cuando desde el centro del sol llegó el pulso electromagnético.
El mundo enmudeció. Las ciudades quedaron hundidas en una sempiterna y estática soledad de objetos detenidos, muertos. La energía dejó de correr a través de subterráneos canales y, dentro de las burbujas, los humanos se asfixiaron sin notarlo. Las mentes robóticas se frieron al unísono y ya no hubo mano que reparara o encendiera. La naturaleza barrió las piezas del tablero y empezó de cero con una tribu en África de doscientos individuos, tal vez menos, que aún se reunía por las noches a contar historias en derredor del fuego.
Viviana M. Hernández Alfoso
Interesante relato, contundente y preciso, que recorre varios tópicos clásicos de la ciencia ficción en pocas líneas, con un final redondo, en más de sentido de la palabra. Mis felicitaciones a la autora.
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