Me miró como siempre, sonriendo. Con la mirada perdida y los labios estirados.
Tomé un periódico de su repisa y asenté una moneda junto a él como cada mañana en mi trayecto al trabajo. No estaba seguro de cuánto tiempo más podría vivir como si todo esto fuera normal, como si se fuese a acabar algún día.
Dicen que pensar demasiado mata la felicidad. Supongo que ellos no pensaban casi nada, su felicidad se adueñó de sus cuerpos, ahora sonríen todos los días, todo el tiempo. Caminan, comen, se mueven como solían hacerlo, pero sus rostros cambiaron para siempre. Tal vez por pensar tanto en ello aún no me les he unido.
Han pasado dos años y medio desde que empezó. He sobrevivido como he podido. Conocí a una chica el otro día en la oficina, trabaja en el departamento de contabilidad. Es muy bonita, siempre huele bien y no me quita los ojos de encima. Es una sonriente.
Pasar tiempo con ella es agradable. Estamos la mayor parte del tiempo en casa, miramos películas y nunca discutimos. Lo malo es despertar en la noche y ver esa perturbadora sonrisa junto a mí en la cama. ¿Mencioné que no cierran los ojos ni siquiera para dormir?
Hace unos meses la llevé al hospital, afortunadamente una cuarta parte de los doctores aún no se ha transformado. Era de esperarse, como sabrán, la vida de los médicos ya era bastante estresante desde antes de todo esto. Nos dio una noticia que me petrificó por completo: estaba embarazada.
Cuando fuimos al primer ultrasonido los vi por primera vez. Dos pequeños seres sonrientes en la pantalla, esperando para salir. Me iba a volver papá.
Hoy me han llamado del hospital mientras compraba el periódico. Habían nacido. Llegué los más pronto que pude al hospital y por primera vez los sostuve en mis brazos. No hay alegría más grande para un hombre que sostener a sus hijos. Fui demasiado feliz, incluso se me escapó una sonrisa.
Omar Araujo
Cuento ganador del Primer Lugar del concurso La Cabra Negra y Sus Mil Relatos 2018