El bosque de las bufandas

De una cuenca gigantesca situada en lo más profundo de las galaxias, salió un enorme ojo ciclónico envuelto en llamas y cubierto de metales brillantes.
Llegó, después de traspasar los anillos del sol, en los años 40 y 60 DC a las colinas de un desierto. Dos hombres gigantescos conversan en voz baja. En la población más cercana, la gente está alborotada. Parece estar reciente la muerte de un personaje famoso. Las protestas contra el imperio reinante de romanos sacuden los pueblos de Judea y Galilea. Una represión sanguinaria descabeza hombres, mujeres y niño sin distinciones. Un olor a sangre fresca vuela por los aires. El ruido de las espadas y los cuchillos imitan el chillar de los grillos mezclados en los gritos y ayes de los que agonizan. Una masacre saca de circulación a guerrilleros y soldados. Cambiando de tiempo, los años parecen retroceder. En los alrededores, Eleazar es arrastrado por la soldadesca romana. Capturado en Siria es degollado sin compasión y esparcido su cuerpo por todos los pueblos aledaños. Quemas, saqueos y emboscadas es el pan diario en esas tierras convulsionadas. En una cueva, un niño es testigo presencial de la muerte de miles de sus vecinos bajo la espada del invasor. Con la cabeza en sus manos siente el pánico entre sus venas. Una infancia de angustia y desasosiego. Escasean los alimentos y el agua. Los gobernantes prefieren construir acueductos para satisfacer la sed de sus huestes, antes de auxiliar a tanta gente humilde sometida a su ocupación sanguinaria.

Impulsado por una misteriosa ráfaga mi cuerpo viaja en el tiempo y espacio; es llevado a presenciar una escena entre dos sujetos, a quienes no logró reconocer de entrada; después de una fijación óptica me doy cuenta que es un maestro que llaman Jesús y un supuesto discípulo. El llamado Jesús dice a media voz: “Apártate de los demás y te contaré los misterios de mi reino. Es un espacio inmenso y sin límites que jamás ha visto ojo humano ni ángel alguno. Ninguna reflexión del corazón ha llegado a comprenderlo y no tiene nombre dado”. Judas que es el personaje, lo escucha muy atento y sin mirarle a los ojos, pregunta: «¿Maestro, no tengo otra alternativa?» Jesús, como entendiendo su ignorancia supina, agrega: «Tú sacrificarás al hombre que vive dentro de mí.”  Sin tampoco entender nada de esa conversación, salgo del cuarto y al salir miro de reojo a los otros hombres que están sentados a su alrededor. Presumo que el maestro sabe de mi presencia porque voltea la vista hacia el sitio oculto en que me encuentro. Los hombres cruzan sus miradas como quejándose de esa confiancita entre Jesús y Judas. El murmullo cesa cuando Jesús levanta una copa para brindar. Observo que lo hace con la mano izquierda, apartándose un collar de trenzas de cuero que cuelga de su pecho. Judas se rasca la cabeza con cierta molestia contradictoria. Sospecho que en las cabelleras de esos hombres hay piojos porque cada rato se rascan la cabeza y el cuerpo.

Ahora me encuentro en mitad de una calle polvorienta. Se levantan unos ciclones repentinos que no dejan visualizar a los transeúntes. Estos se cubren el rostro con las bufandas blancas que llevan en sus cuellos. Los turbantes lucen amarillos de la arenisca que soportan. Los cabellos de las mujeres marchitos y resecos. Son bellas y bien contorneadas. Los trapos no logran esconder la cadencia de sus figuras de odaliscas. A las orillas de esas estrechas callejuelas, los comerciantes exhiben sus mercaderías: granos, tinajas de barro y baratijas. Hablan en susurros. Los soldados romanos pasan escudriñando conspiradores y guerrilleros. Entre los dientes, les escucho de refilón decir: «el tirano ha muerto. Se van acabar las crucifixiones». Se referían a un gobernante llamado Herodes.

Recorro las calles externas y contemplo con horror como penden de las cruces los esqueletos de hombres sacrificados. Las aves de rapiña hacen su agosto. Me aparto de una fetidez que pulula en las cercanas escenas cadavéricas. Siento sed. El agua viene de los ríos que circundan la periferia de los pueblos. Una samaritana me regala una tacita. Me sorprendo, al darme cuenta, que soy visible para unos e invisible para otros. Esta dualidad me incomoda, pero la obvio. Siendo así, me extraña la actitud de los hombres de Jesús y del propio maestro. Penetro por unos callejones. Una soldadesca lleva a rastras a un leproso. Lo conducen, seguramente, a las afueras de la ciudad. Me traslado a una parte del desierto. Las xerófilas suministran el agua espesa y babosa que calma a los viajeros sedientos. Un puñado de diez hombres está reunido, bajo un pequeño oasis. El cabecilla gesticula y en voz firme expresa: «es prudente aprovechar su presencia para atacar el almacén de armas». Otro agrega: «nuestras sicas están afiladas jefe». Atrongeo, le llama uno con más confianza: «Jesús esta en los alrededores y los romanos lo siguen. Eso nos beneficia porque están distraídos». Ahora que recuerdo, porque lo leí en cierto escrito antiguo, es una banda de guerrilleros denominada Los Celotas. Combatientes por la liberación de su pueblo.
— No hay que descartar la presión para lograr un movimiento político —dice el jefe levantándose.

No eran los únicos sublevados. Existían miles de frentes distribuidos en las regiones dominadas. Desde aquellos denominados sicarios iniciados por Ezequías, Judas el viejo, Simeón y otros, venidos de tiempo atrás, la lucha era constante. En ese ambiente hostil, regreso y repito el cuadro donde un niño crecía y meditaba. Me acerco al muchacho. Es de tez oscura, manos huesudas, pelo ensortijado, labios medianos, ojos negros y agudos, típica estampa varonil de los hombres orientales. Una mirada fija y analítica reflejaba un futuro carácter severo y determinante. Una contextura aparentemente débil no disimulaba su fortaleza espiritual. Parecía meditar. Su visión se profundizaba hacia el horizonte del desierto. Recoge entre sus manos unas piedrecillas y las arroja con decisión hacia la arena. Una ventisca se lleva el polvillo. Mientras esto hace, una mujer esbelta se le acerca por la espalda. Es hermosa. Una cabellera negra y larga le cae por los hombros. Tendrá como treinta y cinco años. Va cubierta con un manto azul y lleva en sus manos una taza. Se detiene un instante como pensando en lo misterioso del supuesto hijo. Siempre aislado y entregado a una soledad aparente. Otras veces lo ha oído conversar a solas. Nunca ha logrado descifrar sus monólogos solitarios. Colocándole su mano tersa y femenina sobre la cabeza, le da un beso y hace entrega de la taza. Él le sonríe, la mira agradecido y lleva a sus labios la tacita de barro crudo.

En un salón estrecho, otros hombres, entre los cuales se reconoce a Pedro, el pescador, hablan acerca de la posible redención de Judas, su compañero de luchas. Algo en ellos les hace sospechar que todo obedeció a un plan de inmortalidad. Creen que Jesús estaba consciente de lo que perseguía su mandato, que se sujetó fielmente a lo ordenado y no compartió plenamente todos los secretos con ellos y que jamás estableció un debate serio con los adversarios. Tal vez hubieran logrado una cuota de poder o un ligero reconocimiento político que les hubiera permitido imponer sin tanta violencia sus principios. Presumían que la idea era otra, pero que nunca emitieron juicio por ignorancia. Yo, en la penumbra escuchaba sus lamentaciones pero en el fondo notaba que estaban dispuestos a cumplir las instrucciones al pie de la letra. Algo me hizo pensar que jamás sabrían en lo que convirtieron su sacrificio los escribanos de la historia. También noté que tenían sus versiones ocultas y que no se mostraban, ni entre ellos, dispuestos a revelarlas por ahora. Pedro, tajante dijo: «hermanos, sin ánimo de contradecir las palabras del maestro, debo decirles que desde un principio su idea era la de confrontación, como incitando el resultado fatal que ocurrió. En ningún momento apostó por derrocar al imperio y alcanzar el poder para este pueblo.
Claro, agregó Tomás, desde mucho antes Él dijo que «su reino no era de este mundo”.
¿Una utopía más de los tantos profetas? Indagó Andrés. Estos hombres en realidad no conocían más que los hechos. Carecían de una base filosófica para discernir sobre el fondo de las enseñanzas. Lo aprendido, aprendido estaba. No podía exigírseles mucha sapiencia, si tomamos en cuenta sus orígenes y actividades anteriores. Albergaban muchas dudas, pero el compromiso era de obligatorio cumplimiento. Además, el imperio sabia de sus andanzas, pero les daba cierta libertad para justificar sus persecuciones y matanzas periódicas. El aire en ese cuartucho clandestino era asfixiante.
Sudoroso, salí sin darme cuenta que afuera era peor. Un grupo de hombres y mujeres con turbantes anaranjados, batolas negras y blancas abarrotaban la callejuela. Tropezando con perros y gallinas sueltas en la vía, gentes apresuradas y malos olores por las aguas negras, arribé a un puente tubular. Un sendero estrecho de tierra amarillenta, donde escasamente cabían mis pasos. Desde lo alto de los muros de piedra vi unos soldados observando alerta a toda esa muchedumbre de seres trashumantes. Entre insultos e improperios un par de camellos cargados de sacos de trigo, tinajas y baratijas impedía la libre circulación de los compradores, trúhanes, turistas y comerciantes. Me aparté bruscamente, cuando unos soldados perseguían a un ciudadano, llevándose a todos por delante. Capturado, el perseguido, fue molido a palos y a empujones. Unas mujeres de rostro semicubierto por un velo negro se asomaron cautelosas desde los balcones. Otras, regaban agua sobre el suelo de tierra para que no se levantara tanto el polvo al barrer. Una ráfaga de brisa misteriosa me arrancó del sitio. Envuelto en una especie de vorágine o huracán me encontré sorpresivamente en el mediterráneo.

A la distancia, las cúpulas arabescas de una ciudad, parecida a Egipto, me hizo sentir temor. Los altos paredones y las figuras faraónicas de sus edificaciones coloridas me transmutó intuitivamente a una época milenaria. De pronto, una voz suave me dijo en una especie de arrullo: «ninguna batalla podíamos ganar sin la presencia divina. Hay que santificar a quienes se convierten en líderes y después en mártires de los pueblos». Volteo a mirar. Una avecilla de plumaje amarillo se posó en una ramita a cierta distancia de la playa. Una aroma de incienso perfumó la estancia. Un escalofrió sacudió mi cuerpo entero. La puerta de la nave se abrió repentinamente. Miro por la ventana y un punto azul brillante desaparecía en la inmensidad del cielo. Comienza a llover. En cada gota se refleja una piedra con rostro de mujer. Pienso que la paciencia de los dromedarios no es superada por el hombre. Soportar una travesía tan escabrosa sólo debe corresponder a las almas resignadas. Me angustian esas palmeras desérticas que parecen hombres cansados. Al entrar al poblado, me saludan una docena de paredes desgastadas por el tiempo. Tienen las costillas astilladas de historias milenarias. Miro a un lado y veo una flauta levantando cobras. ¿La India en la tierra de los faraones? Un buhonero ofrece las plantas curativas para todo tipo de enfermedades. Un grito cantado anuncia las mejores telas y alfombras del Oriente. Oscurece y baja la lluvia su intensidad. La brisa cobijaba una ciudad iluminada. Una luz incandescente penetra estrellas y luceros. Del fondo del espacio una constelación sideral, Andrómeda gigantesca, formaba un triángulo de colores irradiados y titilantes. Me pareció ver que se dibujaba un rostro humano. Me levanto y me doy cuenta que la biblia estaba desplegada en el Génesis. Más arriba, una foto muestra  a Juan bautizando a Jesús en el Jordán. Son las dos de la madrugada. Paso mis manos por la cabeza. Un polvillo fino se desprende de mis cabellos. Me asomo a la ventana. Unos ojos inmensos van desapareciendo entre las brumas siderales. La cuenca asombrosa cierra lentamente sus hondas aberturas como puerta de  un templo.

Sobre el Autor: Yonnier Torres Rodríguez (Cuba, 1981) Sociólogo, poeta y Narrador. Egresado del Centro de Formación Literaria «Onelio Jorge Cardoso». Ha obtenido numerosos premios. Entre sus últimos títulos publicados se encuentran los libros de cuentos «El juego perfecto» (Editorial Sed de Belleza, 2013); «Puntos de luz» (Editorial Áncoras, 2015) y las novelas «Clavar los ojos al cielo» (Editorial Mecenas, 2013) y «Cerrar los puños» (Editorial Gente Nueva, 2015). Cuentos y poemas suyos aparecen publicados en revistas, selecciones, antologías de Cuba y el extranjero.

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